Iba andando un niño con su padre y este le preguntó: “¿Además del canto de los pájaros, oyes alguna cosa más?” El niño respondió: “Estoy escuchando el ruido de una carreta”. “Eso es –dijo el padre-, es una carreta vacía”. El niño preguntó: “¿Cómo sabes qué es una carreta vacía, si aún no la vemos?” Respondió el padre: “Es muy fácil saber cuándo una carreta está vacía, por el ruido que hace. Cuanto más vacía está la carreta, mayor es el ruido que hace”.
Cuando vemos una persona hablando demasiado, interrumpiendo la conversación de los demás de forma inoportuna y violenta, presumiendo de lo que tiene, sintiéndose prepotente y superior a los otros, recordemos aquello de “cuanto más vacía está la carreta…”.
Tagore, en sus escuelas de la India, dejaba a los niños libres por el campo un cuarto de hora al día para la contemplación en silencio. “El silencio no es solamente ausencia de ruido, sino también una necesidad positiva del espíritu, una real conquista de sí mismo… El silencio, al ser un medio de perfección, implica para su éxito mucho sacrificio y heroicidad. Hacer silencio, es saber callar, saber escuchar. Podríamos decir escuchar-callar está en nosotros por naturaleza, pero saber hacerlo implica perfección”. Es necesaria una educación en el silencio, que pasa por esta unidad de razón e inteligencia, conocimiento discursivo e intuitivo, de la palabra unida al reposo callado, donde los argumentos van de la mano de la contemplación.
Esta pedagogía del silencio conlleva a encontrarse con uno mismo, porque “nadie puede saber quién es si no se lo dice el silencio” (Romà Guardini). Lo esencial, invisible a los ojos, es también inaccesible a nuestro oído. Es necesario contemplarse en este espejo de la verdad, que es el silencio, para ser uno mismo, y después poder dar lo que uno es a los demás. Si uno se tiene a sí mismo puede darse -tan solo podemos darnos cuando nos tenemos-, porque, como dice un proverbio budista: “Cuando ‘el que tiene la luz’ resta en
silencio y piensa lo más justo, su pensamiento se escucha a mil millas de distancia”. Hay algo de misterioso en aquel que sabe ‘callar’ y profundizar en su ser, es entonces cuando ‘es’ verdaderamente: este silencio es creativo, y trae después una acción eficaz.
“Nadie habla con mayor autoridad que aquel que está habituado a callar” (Kempis). Cuando no sabemos guardar este silencio interior, estallamos: nos lanzamos a un activismo destructor, perdiendo nuestra mejor obra. “La fuerza de la palabra está en proporción directa con el silencio en que ha sido engendrada… estamos amasados con gotas de silencio divino, el silencio de la comunión intratrinitaria y estas gotas del silencio eterno dan a nuestra arcilla una textura muy especial” (A. López Baeza).
Este saberse encontrar en el silencio callado puede convivir con el ruido exterior y el hablar, porque no se destruye la esencia, se sigue conservando el fuego. El silencio creador habla dentro de nuestra alma, allá se revive como el verbo se hace palabra… Palabra que habla siempre en el eterno silencio y en el silencio debe ser escuchada por el alma. Benedicto XVI decía en la festividad de Corpus: “En la vida de hoy en día, a menudo ruidosa y dispersa, es más que nunca importante recobrar la capacidad del silencio interior y el recogimiento: la adoración eucarística permite hacerlo no solo entorno del
‘yo’, sino también en compañía de este ‘Tú’ lleno de amor que es Jesucristo, ‘el Dios próximo a nosotros’”. Este silencio es entonces diálogo, nos abre el cosmos y nos une al destino de todo el que crea. Silencio de adoración, en el que se ve que todo es gracia. El hablar es fluir desde el interior, en una unión coherente -como la de Jesús- de verdad y amor: ya no se vive del éxito, de la imagen social… cuando el silencio me ha dicho que Dios me quiere, ninguna palabra contraria puede arrebatarme la paz.
Por Llucià Pou Sabaté, extraído de Universitat Església
Voz: Javier Bustamante
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
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