Hoy quiero hablar de Jesús, Aquel que dio su vida por la humanidad, por nosotros, por ti, por mí.

Y quiero hacerlo porque hablar del Cristo es hablar de esperanza. En la época de Jesús como en la nuestra y en todas las de la humanidad, la esperanza escasea con frecuencia. Somos muy dados a vivir con miedos, tristezas, deseos de control y de dominio, y a menudo las circunstancias que nos rodean no ayudan.

Jesús vino y viene cada día a mostrar un camino nuevo de vivir la vida. Y ¿en qué consiste? En la total apertura al otro y al bien, siendo cada uno lo que ha de ser y sin dejar de serlo. ¿No es eso acaso motivo de esperanza?

Si nos damos cuenta, eso se traduce de forma concreta en amar en toda circunstancia, no juzgar y no juzgarse – cosa no siempre fácil -, orar y hacer silencio para escuchar al que nos habla. Pero no hay que temer pues Él está ahí para ayudarnos a hacerlo.

También quiero hablar de sus seguidores y amigos – los discípulos de aquella época que hoy nos toca ser a nosotros -, porque fueron valientes para seguir a un hombre que rompía con todo lo que habían visto hasta el momento, y de quien aprendieron a ser, a vivir y enseñar según ese nuevo modo de ser y existir.

Hombres y mujeres que para poder seguirlo debían ser bastante libres por dentro. Pensar en ellos me produce una gran admiración. No debió ser fácil seguir a Jesús en las condiciones sociales y políticas de aquella época.

Pero tampoco parece serlo en la actual, pues nos toca romper con nuestras ideas preconcebidas y miedos, y abandonar las comodidades de nuestra vida material y llena de cosas y oportunidades.

Hablar de Jesús y de los discípulos es hablar de libertad, valentía y amor.

En la vida de cada uno de nosotros está la semilla sembrada por Dios y revelada por Jesús. Es pequeña pero crece más que ninguna. Consiste en amar irremediablemente al que sufre, al que llora, al que goza, al que es diferente a nosotros y al que se nos parece. En resumidas cuentas, a todos.

Basta que nos sumerjamos bien adentro y optemos por hacerle un pequeño hueco en nuestro día a día para que vaya creciendo con el amor, hasta que sus hojas frondosas se extiendan y se dejen ver por los demás, abrazándolo y a todos. Así contagiaremos el amor, el servicio, la humildad y el abandono en el Padre. Todas ellas cosas que Jesús vivió y nos mostró.

Y ¿para qué todo esto? Pues para ser más felices y hacer felices a los demás. Para ser más libres, para ser más nosotros mismos pero en una total plenitud.

¿No es acaso eso también el Reino de Dios?

Claudia Soberón Bullé-Goyri