Reconozco que cumplir el deber de estar informada, como dicen que corresponde a una buena ciudadana, se me hace cada vez más cuesta arriba y la lectura de periódicos digitales y páginas de análisis de la actualidad se ha convertido para mí en un ejercicio de ascesis cotidiana, que, como siempre me han parecido un sinsentido cilicios y penitencias, sólo llevo a cabo porque mi ética cívica y mi conciencia de seguidora (aunque sea a lo lejos) de Jesús de Nazaret me lo imponen.
Porque lo cierto es que, puestos a elegir, preferiría quedarme en mi oasis placentero de concordia y amor familiar envuelta en el privilegio que representa poder gozar de amistades verdaderas con las que disfrutar de profundas o livianas conversaciones con una cerveza fresquita o un buen vino en un entorno tranquilo y bien provisto de primer mundo. En resumen, la «aurea mediocritas» de la que el poeta Horacio hablaba, una felicidad sin excesos, pero también sin complicaciones, que, al quedarse en su amena burbuja, permite dar gracias a la vida y confiar en un mundo bondadoso en el que es posible estar alegres.
Sin embargo las noticias diarias están ahí para aguijonearnos, para sacarnos del bienestar cotidiano, para hablarnos de una realidad cruel que no nos gusta, que nos cuestiona y nos hace plantearnos hasta qué punto la Creación es un cosmos hermoso y no un caos horrible sin finalidad y de qué Dios es imagen un ser humano que ha generado un sistema demoniaco con el que día a día se autodestruye. Guerras, hambre, miseria de todo tipo, injusticia, destrucción del planeta, individualismo feroz, el mal banalizado hasta extremos impensables nos llevan a veces a perder cualquier atisbo de esperanza.
¿Dónde encajar en medio de tanta ignominia la afirmación bíblica de «y vio Dios que era bueno»? ¿Acaso los cielos y la tierra con todo lo que lo habitan eran un vergel que la humanidad se ha empeñado en estropear sin remedio? ¿Pero no es acaso ese ser humano, varón y mujer, imagen y semejanza de quien todo lo creo bello, noble y en perfecta armonía? ¿Acaso los relatos del Génesis no son más que un recuerdo lejano de una primigenia edad dorada en la que todo era paz y felicidad o en el peor de los casos un mito que nunca existió ni existirá?
Si miramos las diversas corrientes filosóficas a través de la historia, encontraremos visiones que van desde la más negativa de Hobbes, quien no veía más que una intrínseca maldad en las personas, quienes ya nacían egoístas y agresivas, a la bondad natural defendida por Rousseau pasando por aquellos que, desde una visión más compleja, reconocen que la naturaleza humana tiene capacidad tanto para el bien como para el mal, pero que son circunstancias externas como el acceso al conocimiento y las condiciones sociales y económicas, o la elección personal lo que inclina la balanza a uno u otro lado. Sin embargo calibrando todas estas opiniones y desde una perspectiva de fe, podemos sin lugar a dudas afirmar que no es que Dios creara un ser malvado o defectuoso, es que lo creó tan perfecto que lo doto de algo tan sublime que sólo donde hay una chispa divina puede existir: la libertad. Pero además, cada hombre, cada mujer, no nace como algo acabado y perfecto, sino que también se le regala un abanico de posibilidades, una historia en la que, entre luces y sombras, ha de ir caminando y actualizando todas sus potencialidades. Dios no quiso una criatura marioneta sin voluntad, deseo ni criterio, quiso seres libres con inteligencia, con conciencia y con capacidad de decisión, aunque para esto la propia libertad empañara la historia.
Debido a ello, la realidad ambigua de este mundo hace que todos caminemos entre luces y sombras, que lo que debe ser nuestra tendencia natural al bien a veces se vea desviada en mayor o menor medida. Somos humanos con todas las consecuencias, también las que se derivan de la libertad y de la aventura que representa la vida, en la que poco a poco vamos encontrando qué es aquello que nos colma y nos otorga la verdadera felicidad entre las múltiples opciones que desde la libertad podemos elegir.
Pero eso no ha de ser motivo de desesperanza. Si bien es cierto que a veces el mal parece que se enseñorea en la historia, no podemos perder de vista que al final este no ganará la partida. Y no la ganará porque, como dice el Magnificat, «derroca a los poderosos y enaltece a los humildes», lo que es toda una afirmación de la fuerza de los pequeños, del poder de lo sencillo, de que la capacidad de transformación de la realidad nunca va a provenir de las grandes decisiones tomadas en los despachos (aunque estas sean importantes), sino de esas a veces casi inapreciables acciones cotidianas que hacen el mundo más acogedor y la convivencia más amable. Son el fermento en la masa de la parábola de Mateo y Lucas con la que Jesús nos viene a decir que nuestros pequeños gestos, nuestras actitudes acordes al evangelio serán las que actuarán para transformar la realidad, para hacer posible el reinado de Dios, el de la paz, la justicia, la bienaventuranza y la alegría, vaya poco a poco llegando y se anuncie a una humanidad que se siente sedienta de sentido, de armonía y de auténtico gozo, de esa felicidad que sólo puede dar el sentirse en comunión plena con uno mismo, con la naturaleza y con los otros en apertura a lo transcendente.
Es por eso que cada vez que una persona, da igual su origen o su credo, se para a hacer un pequeño gesto por los demás, por el planeta, por la sociedad, cuando vemos a jóvenes involucrados en causas humanitarias, cuando sentimos su rebeldía frente a las injusticias, cuando alguien se para a sonreír y acompañar a quien está solo, cuando cualquiera se siente acogido sin ser juzgado, cuando el amor fluye, debemos sentir que la levadura está actuando, que la masa está fermentando y hay motivos sobrados para la esperanza.
Por lo tanto, aunque no podamos obviar la negrura de los titulares de prensa, es un sano ejercicio abrir la ventana, respirar el aire fresco de la mañana y disponer los sentidos a esa otra realidad, la de los pequeños granos de mostaza que serán en un futuro frondosos árboles de amena sombra para acoger el canto de los pájaros.
Texto: Inmaculada Calderón
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