Una amiga tenía dos sobrinos. Ambos de la misma edad, cinco años, hijos de distintos hermanos. Uno de ellos, vivía una realidad familiar en la que sus padres ponían el centro de su vida en los bienes materiales y en las apariencias. El entorno familiar del otro era bastante distinto. Sus padres eran gente esforzada y trabajaban para vivir con dignidad, pero sin arribismos ni comodidades superfluas. Un día, mi amiga les preguntó a sus sobrinos qué querían ser de mayores. El primero contestó: “yo quiero ser rico”. El segundo dijo: “yo quiero ser santo”. Esto, que puede parecer un cuento, es estrictamente cierto.
La santidad pareciera algo reservada a unos pocos. Hombres y mujeres extraordinarios que se salen de lo común. Personas elegidas por Dios para ser testimonios y llevar a cabo la misión por Él encomendada. Sin embargo, el deseo de santidad es algo que, como a este niño, nos tendría que surgir de forma natural, porque es en ella donde encontramos la plenitud y el sentido de la existencia. La santidad como algo que se puede ir viviendo en lo cotidiano, en lo ordinario. No pensemos que sólo llegan a la santidad los que veneramos en los altares. ¡Son más, muchos más, los santos anónimos! De ellos, nada sabemos. Sus vidas fueron vidas, podríamos decir, ¿normales? Santidad tejida en la urdimbre del día a día, en el trabajo, en la familia, en la ciudad o en el campo, en el bullicio o en el silencio, en la guerra o en la paz,… ¡Cuántos de ellos o ellas han entregado la vida por amor, sin que nadie haya percibido que, detrás de ese gesto, de esa actitud, de esas palabras o silencios, detrás de ese itinerario existencial, había alguien que, sin pensar en sí mismo o en sí misma, se daba por entero a otros!
Ser santo, ser santa, no significa ir por la vida con una aureola. Ni adoptar posturas de falsa humildad. Precisamente la santidad es ser capaz de reconocer que, a pesar de mi fragilidad, de mi pequeñez, Dios puede obrar a través mío… si yo no le pongo objeciones.
La santidad, no como algo que nos merezcamos, o como un “regalo” que queramos ofrecerle a Dios, sino santidad para resarcir a Dios y al prójimo por el daño causado. Esto puede vacunarnos de la vanidad que podría conllevar el deseo de santidad. Si hago el mal, debo repararlo, sanar la herida causada, enmendar la ofensa. Querer caminar hacia la santidad es abrirse al Espíritu Santo para que él vaya quemando, en nosotros, los vestigios del pecado.
Estos santos anónimos son como esos luceros que nos van marcando el camino hacia el cielo. Ellos nos guían y nos iluminan en nuestras noches oscuras. Con su “santidad escondida” nos muestran que a la santidad estamos todos convocados.
Por Lourdes Flavià
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