Nos encontrábamos muy tranquilos, un grupo de amigos, en aquella cafetería tan silenciosa. Solíamos reunirnos ahí al salir de la oficina a charlar distendidamente.
La música siempre era discreta y los tonos suaves del decorado favorecían conversaciones de matiz personal, de cierta confianza.
Uno de los compañeros que, de ordinario era más bullicioso, permanecía reconcentrado y lejano aquella tarde.
Sin preguntarle nada, dijo en un momento sin más preámbulos: “No sé qué es lo que hice mal”.
Nos miramos brevemente y esperamos que continuara.
“Sí, os parecerá mentira, pero es así. Tengo un trabajo fijo, gano suficiente para mí y mi familia. Hasta tengo un coche y una casita en la montaña. Pero siento que algo no anda bien. Mi vida parece tener algún hueco que me hace sentirme incompleto. Dentro de mi familia cada uno vive como si los demás no existieran… ¿qué es lo que falló?”.
Los amigos nos sentíamos sorprendidos por lo inesperado de sus palabras, pero a todos, más o menos, nos resonaban.
Otro de nosotros intervino: “Yo te comprendo. A mí me sucede algo similar. A veces me voy al fútbol o al cine, alquilo varias cintas de vídeo para el fin de semana y en el fondo me pregunto: de qué sirve cada día de mi vida. Pero prefiero no pensarlo y sigo adelante”.
Los demás nos sentíamos reflejados de algún modo en estas situaciones que ellos habían tenido el valor de expresar. Todos participábamos de esa especie de falta de sentido. ¿Será propio de la etapa de adultez en la que nos encontrábamos? Ninguno parecía tener una respuesta o una sugerencia que nos abriera caminos.
Entonces, uno de los más callados, algo mayor que los demás, tomó la palabra. “A mí me sucedió hace tiempo eso mismo, y ¿sabéis qué? Me di cuenta de que sólo había asumido una parte pequeña de mis responsabilidades”.
Le miramos interrogantes. Continuó: “Yo reprochaba a mis hijos adolescentes el que salieran tanto, estudiaran poco y no pararan en casa. En una palabra, les reprochaba su falta de responsabilidad. Hasta que uno de ellos me dijo que yo había descuidado mis principales responsabilidades: dar y recibir amor en la familia y contribuir a formar una sociedad más justa y feliz.
Hubo un murmullo de desacuerdo, pero él continuó implacable: “Nosotros, tal vez, nos hemos tomado el trabajo como lo único que nos correspondía y hemos dedicado a él nuestras horas. El tiempo libre, lo hemos malgastado muchas veces en entretenimientos que nos aturdían. Hemos dado un buen nivel de vida a la familia, pero no nuestra atención y nuestro tiempo”.
Cuando leo que Jesús dice: “Toma tu cruz y sígueme”, entiendo que dice “toma tu responsabilidad”, es decir, aquello que depende de ti, lo que te toca hacer.
De mí depende, no sólo la economía familiar, sino dar afecto, dar tiempo, escuchar, comunicar… Y aprender a recibir. Y también depende de mí una parcela del bien común. No puedo dejar todo en manos de las instituciones. Mejorar la sociedad también es cosa mía.
Nunca es tarde para pedir perdón. Nunca es tarde para ser solidarios… Pero nadie puede hacerlo en lugar de uno mismo.
Tomar la cruz es cargar con las propias responsabilidades, la propia vida, y hacerlas al modo de Jesús, siguiéndole a Él.
Por Javier Bustamante
Voz: Ester Romero
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
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