Todos somos seres temporales. Cuando nos miramos al espejo o revisamos antiguas fotografías, y nos descubrimos ahora con alguna incipiente cana o arruga, solemos decir: ¡Cómo pasa el tiempo! Y en cambio más que pasar el tiempo quienes pasamos corriendo somos nosotros. De ahí que lo que comúnmente llamamos «esperanzas» son más bien esperas inseguras propias de seres cambiantes: esperamos que alguien nos haga caso, o que podamos acabar de pagar nuestra vivienda, o que nos toque la lotería. Pero estas esperas, surgidas de nuestro discurrir, son inciertas, a veces angustiosas, casi siempre difusas.

Dios, en cambio, no pasa, siempre es el mismo. En Dios todo es presente. Por ello cuando estamos en auténtica oración ya nos parece que el tiempo no transcurra, porque entramos en el misterioso presente del Padre. Claro está que nuestra persona igualmente envejece, pero nuestro espíritu se mantiene siempre nuevo, joven, es decir, abierto a todo aquello que Dios nos tiene preparado: no sabemos qué será ni cómo será, pero estamos seguros que lo que venga, vendrá por nuestro bien.

Por eso la oración en soledad y en silencio es como un tiempo «fuera del tiempo», un espacio de eternidad en nuestra ajetreada vida; un rato para gozar de Dios. Es en este tiempo oportuno donde vamos alimentando la virtud de la clara esperanza, la misma que fue cultivando María durante toda su vida y, de modo especial, el Sábado Santo. Esa acrisolada espera ya no nace de contingencias sino de certezas: Dios nos ama, somos sus criaturas y nos tiene destinados a la felicidad eterna cerca de Él. Nada será capaz de alejarnos de este Amor.

Por Jaume Aymar