Hay objetos que porque los vemos, les llamamos visibles, o les nominamos audibles si los oímos. Al agua no contaminada le decimos potable. Del mismo modo a las personas que resulta fácil amarlas las denominamos amables.
De todas las obras de la creación, el ser humano es el más amable, es decir, toda persona es digna o merecedora de ser amada por sí.
Al hacer lista de virtudes cristianas, con frecuencia olvidamos la virtud de la amabilidad. Nos sucede como si quisiéramos ser sólo protagonistas activos del amor y renunciásemos a sentirnos amados, a reconocernos amables. En último término, nuestra actitud orgullosa podría ser una renuncia a la pobreza, que es sentirse uno necesitado o destinatario de la caridad de los otros.
El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, es receptor en su misma persona, del amor de Dios; en el fondo de todo hombre, reposa el amor de Dios. Así, como en un remanso de agua cristalina y mansa sucede entonces que se puede ver claramente el fondo. Por el contrario, la agitación descomedida del hombre remueve y enturbia todo, dando la sensación desagradable de suciedad.
La virtud de la amabilidad nos lleva a ser como agua cristalina que permite que reconozcan en cada uno de nosotros la imagen de Dios que nos pertenece porque Él mismo nos la dio. La ausencia de esta virtud nos conduce a desbocarnos hacia el protagonismo y el estrellato. Muchas veces nos impele a querer ser visibles y audibles, hablando, gritando, buscando los primeros puestos.
Este dejarme amar, propiciará que mis palabras no sean amenazadoras. Que yo no tenga gestos agresivos. Desde mi pobreza, deseo que los hombres, vean en mí la imagen de Dios y así yo les resulte amable.
Por Tadeo Albarracín
(Santafé de Bogotá)
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