«Paz a esta casa». En esto consiste el saludo semita, en desear la paz. Se concibe como algo muy concreto que no puede ser ineficaz y que, si no puede realizarse, vuelve al que lo ha emitido: «Al entrar en la casa, saludarla. Si la casa es digna, llegue a ella vuestra paz; más si no es digna, vuestra paz se vuelva a vosotros» (Mt 10,12) ¿Somos dignos de la paz, es decir, del conjunto de bienes temporales y espirituales que este saludo desea? ¿Tenemos nuestra casa nuestro espíritu, aseado y en orden, acogedor para recibir la paz de Cristo?
Durante la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn. 14,27) ¿A qué paz se está refiriendo Jesús? Él -nos dice- no la da como la da al mundo. La paz que nos ofrece el mundo es, a menudo, una paz cómoda y anclada sólo en las seguridades terrenas; una paz que no se compromete demasiado y que se mueve, no tanto por buscar el bien común, como por la defensa del ámbito de lo propio. Es una paz que puede llegar a hastiar y que, a la larga, provocará profundos malestares y nuevas luchas.
La paz de Cristo es otra paz. Él es la paz. Es una paz que interpela y, que por lo mismo, pide una respuesta. Su paz anhela la metamorfosis del corazón del hombre, invitándole a abandonar las inseguridades y a avanzar, libre y responsablemente, por la senda del compromiso solidario. Por ello Jesús, después de dar la paz a los suyos, les dice: «No se turbe vuestro corazón ni se acobarde». Nos llama a ser intrépidos, a no temer lanzarse a la aventura de la entrega en el amor, porque Él estará con nosotros hasta el fin de los tiempos.
La paz de Cristo, caudal de límpidas aguas, desemboca en el océano infinito del Reino de los Cielos. Y en el Reino, la Paz eclosiona en luminosa fiesta.
Por Lourdes Flaviá
(Santiago de Chile)
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