Días atrás fui a mi dietista. Evidentemente, el asunto no pintó demasiado bien, porque estamos algo lejos de los objetivos propuestos para estas fechas. Pese a todo, como existe buena voluntad por ambas partes, seguiremos intentándolo. Durante la entrevista médica me recordaron por enésima vez que somos lo que comemos y nuestra dieta no puede quedar al margen de lo que somos y de lo que intentamos llevar a cabo. Como ella me dice: “Recuerda las veces que lo que has comido te ha comportado una mala digestión, o te ha dejado mal sabor de boca, o al acostarte te ha dado acidez, lo que indica que has hecho caso omiso de lo que tan a menudo te recomienda tu doctora”.

Es cierto que somos lo que comemos, y lo experimentamos de muchas maneras. No sólo en el ámbito culinario o material, sino que sé que también se hace evidente en el ámbito espiritual. ¿Cuántos han mamado desde pequeños un ambiente hostil, de marginación, y después su vida ha sido hostil y marginada? Cuando las personas se alimentan de odio, de indiferencia o de violencia, después acostumbran a ser  violentos, indiferentes a las necesidades de los demás y el odio acumulado termina por originar conflictos y hasta guerras. Ya sé que no siempre es así, que existen honrosas excepciones, pero con frecuencia la guerra genera más guerra, igual que el odio y la violencia. Conviene, pues, que éste no sea el alimento de la infancia, ni de nadie, en nuestro planeta.

A nosotros, los cristianos, nos toca derramar y llenar el mundo de ingredientes de paz, generosidad, amor, honradez, servicio, bondad… En definitiva, de los ingredientes que son propios del testamento de Jesús y que nos configuran como sus seguidores y creyentes en su mensaje.

A veces pienso que todo consiste en intentar preparar un buen cocido, o cualquier otro plato de la variada cocina mediterránea. Da igual lo que pongamos mientras sea de buena calidad, sólo así  el resultado final tendrá el buen sabor que esperamos. En nuestra sociedad no importa quien suministra los ingredientes, lo que importa es que sean provechosos y saludables. Puede ser que los ingredientes los aportemos entre todos y son muchos los grupos sociales que colaboran para lograr un excelente cocido social. Si se ha hecho bien, nos alimentará y nos ayudará a construir personas sanas o como diríamos en lenguaje religioso, bienaventuradas. Pero jamás debemos olvidar que la cocina no atañe solamente a los cristianos, sino a todos los grupos que forman la sociedad. Y tenemos que alegrarnos de que sea así. Una de las tareas que Jesús nos encomendó es la de saber reconocer lo mucho de bueno que hay en los demás grupos, que sumando todas las aportaciones es cuando estamos construyendo el Reino de Dios.

Pero como nos recuerda Jesús en el evangelio, nosotros, los cristianos, solamente hemos de ser la sal del cocido. Cuando la comida se sirve en la mesa, la sal ni se ve ni se huele, y sólo sabremos de su presencia al probar la comida. La sal se ha disuelto entre todos los elementos introducidos en el cocido, pero es capaz de darle un gusto especial, sin la cual quedaría soso y más bien insípido. Dar buen sabor, esta es nuestra misión. Pero no un sabor cualquiera, sino el sabor de Cristo. Que todo el mundo se pueda sentir saciado de solidaridad, servicio, humildad, ultimidad, amor desinteresado. Así, bien alimentados, tendremos una convivencia más agradable y gustosa. Insisto, los ingredientes los poseen todos los seres humanos y nosotros tan sólo somos la sal, la que hace que la convivencia tenga el sabor de Cristo. Poca cosa, si queréis, pero muy importante en la vida.

Lo cierto es que tampoco podemos pasarnos, un exceso de sal hace la comida indigerible. A veces tengo la sensación de que la “cristiandad” no fue otra cosa que un exceso de sal que hizo subir la tensión de la sociedad a tal extremo, que muchos optaron por comer una dieta sin sal. No olvidemos esta lección de humildad  si queremos contribuir con nuestra presencia a la construcción de un mundo mejor.

Los cristianos no podemos perder el sabor de las bienaventuranzas, sin el cual no serviríamos para nada, como nos dice Jesús en el evangelio. La pureza de corazón, el amor a la justicia, la lucha por la paz, la pobreza…son valores constitutivos de nuestra vida que deseamos aportar a la sociedad en que vivimos. Es posible que haya quien rehúse estos valores y busque otras actitudes y modos de ser ante la vida, pero nosotros no podemos renunciar a lo que somos ni al sabor que tenemos. Cristo nos enseñó a sentarnos alrededor de la mesa, a saborear el encuentro con los hermanos y a hacer de ello el ágape fraternal. Que cuando nos encontremos en el banquete de la vida, no nos falte la sal.

Por Jordi Cussó