A veces los cristianos pensamos que nuestra misión es cambiar el mundo. Con la mejor de las intenciones, pretendemos nadar entre las turbulentas aguas del mal, de la ambición, del poder, creyendo, ingenuamente, que con nuestras fuerzas y deseos de bien transformaremos y mejoraremos el mundo y convertiremos el caos en armonía.
El caos existe desde toda la eternidad, “la tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo…” (Gen. 1,1). Y sobre ese caos, Dios Padre hizo la luz y separó la luz de la oscuridad, y creó el firmamento y apartó las aguas de encima y de debajo, y luceros en el firmamento para distinguir el día de la noche, y vegetación en la tierra y animales terrestres y al hombre,.. y así el Padre creó belleza, creó armonía. Paraíso que se pierde por el pecado y el caos vuelve a emerger.
La labor de Cristo es re-crear de nuevo, construir otra vez el Reino de Dios. En medio de este mar que es el mundo, Él construye un arca de Noé, una barca, algo más que una barca, un trasatlántico, que es como un faro, impulsado por el viento de la caridad. A todos los que quieren subir a esa nave, se les tienden cuerdas y se les iza hacia ese nuevo paraíso. Lo único que se necesita es hacerse como niños, es decir, querer despojarse de las vestiduras del mal y de la frivolidad. Jesús, a lo largo de su vida, no pierde el tiempo hablando del mundo o tratando de cambiarlo. Lo que hace es construir un nuevo paradigma, una realidad de Reino de Dios. Cristo no ha venido para arreglar el caos, ha venido para construir el universo, un universo de amor, reino de caridad.
Nosotros, los cristianos, nos hemos de dedicar con todas nuestras fuerzas y guiados por el Espíritu Santo a construir el Reino de Dios en medio del mundo. ¿Quién es el que nos va a ayudar en esa tarea? El que desde el principio, como dice el Génesis, “aleteaba por encima de las aguas”. Ese viento de Dios, el Espíritu Santo, es quien, flotando sobre el caos, va llevando, va moviendo a la gente hacia el Reino de Dios.
Antiguamente, los veleros, los barcos mercantes que surcaban los mares, para calmar sus aguas cuando estaban tormentosas, vaciaban grandes cantidades de aceite al mar y esa mancha de aceite apaciguaba las olas. Eso es lo que hemos de hacer nosotros, ungir con el aceite del Espíritu Santo, con la caridad, a toda persona y a toda realidad humana que se acerque a esa nave de Reino de Dios.
A veces la tentación es quedarse cómodamente instalados en ese paraíso alcanzado. La tarea es ir surcando las aguas para mostrar un nuevo estilo de vida e invitar a otros a adherirse a él. Surcar las aguas y cruzar a la otra orilla. Como Jesús (Mc. 4,35), cuando al atardecer de ese día les dice a sus discípulos, “pasemos a la otra orilla”. Aunque eso implique exponerse a peligros, como la borrasca que casi los hizo zozobrar. Pero ahí estaba Jesús con ellos y amaina la tormenta y les increpa, “¿por qué estáis con tanto miedo? ¿cómo no tenéis fe?”.
El Espíritu Santo será quien purificará en la hoguera de la caridad nuestros temores, nuestras debilidades, todo aquello que sea impedimento para ir al encuentro de otros y vivir, ya aquí y ahora, una antesala del Cielo.
Que la caridad sea nuestro motor, que el Espíritu Santo sea nuestra fortaleza, pues sin Él nada podremos en la misión de ir acrecentando el Reino en medio del mundo.
Por Lourdes Flavià
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