Al hablar de la justicia, como hemos reflexionado antes, será muy útil recordar la relación entre justicia y misericordia, que se desarrolla progresivamente hasta alcanzar su culmen en la plenitud del amor. La justicia es un concepto fundamental para la sociedad civil cuando, normalmente, se hace referencia a un orden jurídico a través del cual se aplica la ley. Con la justicia se entiende también que a cada uno debe ser dado lo que le es debido. En la Biblia la justicia es entendida normalmente como la observancia integral de la Ley y como comportamiento de todo buen israelita. Esta visión ha conducido no pocas veces a caer en el legalismo, falsificando su sentido originario y oscureciendo el profundo valor que tiene la justicia. Para superar la perspectiva legalista, es necesario recordar que en la Sagrada Escritura la justicia es concebida esencialmente como un abandonarse confiado en la voluntad de Dios.
Por su parte, Jesús habla muchas veces de la importancia de la fe, más bien que de la importancia de la Ley. En este sentido debemos comprender sus palabras: “Vayan y aprendan que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,13). Ante la visión de una justicia como mera observancia de la Ley, Jesús se inclina por mostrar el gran don de la misericordia que busca a los pecadores para ofrecerles el perdón y la salvación. Esta actitud de Jesús provocó el rechazo por parte de los fariseos y doctores de la Ley. Éstos, para ser fieles a la Ley, ponían sólo pesos sobre las espaldas de las personas, pero así frustraban la misericordia del Padre. El reclamo a observar la Ley no puede obstaculizar la atención por las necesidades que afectan a la dignidad de las personas
La referencia de Jesús al profeta Oseas: “yo quiero amor, no sacrificio” significa que en adelante la regla de vida de sus discípulos deberá ser la que da el primado a la misericordia. Una vez más, la misericordia se revela como dimensión fundamental de la misión de Jesús. Se trata de un verdadero reto para sus interlocutores que se detienen en el respeto fundamental de la Ley. En cambio, Jesús va más allá de la Ley. En su compartir con aquellos que la Ley consideraba publicanos y pecadores –como hemos visto en el caso de la vocación de Mateo-, permite comprender hasta donde llega su misericordia.
El apóstol Pablo hizo un recorrido parecido. Antes del encuentro con Jesús en el camino de Damasco, su vida estaba dedicada a perseguir de manera irreprensible la justicia de la Ley (cf. Flp 3,6). La conversión a Cristo lo llevó a afirmar en su Carta a los Gálatas: “Hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe en Cristo y no por las obras de la Ley, pues por las obras de la Ley nadie será justiciado” (2,16). Pablo pone en primer lugar la fe y ya no más la Ley. El juicio de Dios no lo constituye la observancia o no de la Ley, sino la fe en Jesucristo, que con su muerte y resurrección trae la salvación junto con la misericordia que justifica (que nos hace justos, o sea, santos). La justicia de Dios se convierte ahora en liberación para cuantos están bajo la esclavitud del pecado. La justicia de Dios es su perdón (cf. Sal 51, 11-16).
La misericordia no es contraria a la justicia sino que expresa el comportamiento de Dios hacia el pecador. La experiencia del profeta Oseas nos muestra la superación de la justicia en dirección hacia la misericordia de Dios con su pueblo escogido que había sido infiel a la alianza. Son muy significativas esas palabras del Señor: “No daré curso al furor de mi cólera, no volveré a destruir Efraín, porque soy Dios, no un hombre; el Santo en medio de ti y no es mi deseo aniquilar” (11,8-9). San Agustín, comentando esas palabras dice: “Es más fácil que Dios contenga la ira que no la misericordia”.
Si Dios se detuviera en la justicia dejaría de ser Dios; sería como todos los hombres que invocan el respeto de la ley. La justicia por sí misma no basta. Por esto Dios va más allá de la justicia con la misericordia y el perdón. Quien se equivoque deberá expiar la pena. Sólo que éste no es el fin, sino el inicio de la conversión, porque se experimenta la ternura del perdón. Dios no rechaza la justicia, sino que la engloba y la supera en un gesto superior donde se experimenta el amor que está en la base de una verdadera justicia. Según san Pablo, “el fin de la Ley es Cristo, para justificación de todo el que cree” (Rom 10,4). Esta justicia de Dios es la misericordia concedida a todos. La Cruz de Cristo es el juicio de Dios sobre todos nosotros y sobre el mundo, porque nos ofrece la certeza del amor y de la vida nueva.
El Jubileo lleva también consigo la referencia a la indulgencia. En el Año Santo de la Misericordia ella tiene una relevancia particular. El perdón de Dios por nuestros pecados no conoce límites. En la muerte y resurrección de Jesucristo, Dios hace evidente este amor que es capaz incluso de destruir el pecado de los hombres. Dios está siempre disponible para el perdón y nunca se cansa de ofrecerlo de manera siempre nueva e inesperada. Estamos llamados a la perfección (cf Mt 5,48), pero sentimos fuerte el peso del pecado. Mientras percibimos la potencia de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona con sus consecuencias.
En el sacramento de la Reconciliación Dios perdona los pecados, que realmente quedan cancelados. La misericordia de Dios es incluso más fuerte que la huella negativa que los pecados puedan tener en nuestros comportamientos y pensamientos. Esto es la indulgencia del Padre que, a través del ministerio de la Iglesia, alcanza al pecador perdonado, ayudándolo a obrar con caridad, a crecer en el amor más bien que a recaer en el pecado.
La Iglesia vive la comunión de los Santos. Su santidad nos ayuda en nuestra fragilidad. Por tanto, vivir la indulgencia en el Año Santo significa acercarse a la misericordia del Padre con la certeza de que su perdón se extiende sobre toda la vida del creyente. Indulgencia es experimentar la santidad de la Iglesia que hace partícipes a todos de los beneficios de la redención de Cristo. Vivamos intensamente –nos dice el papa Francisco- el Jubileo, pidiendo al Padre el perdón de los pecados y la concesión de su indulgencia misericordiosa.
La misericordia posee un valor que sobrepasa los confines de la Iglesia. Esta misericordia de Dios. Israel recibió primeramente esta revelación, que permanece en la historia como el comienzo de una riqueza inconmensurable para ofrecer a la humanidad entera. El islam, por su parte, entre los nombres que le atribuyen al Creador está el de Misericordioso y Clemente. Usan esta invocación los fieles musulmanes que se sienten acompañados y sostenidos por la misericordia en su cotidiana debilidad. Ellos creen también que nadie puede limitar la misericordia divina porque sus puertas están siempre abiertas.
Que este Año Jubilar vivido en la misericordia pueda favorecer el encuentro con estas religiones y con las otras nobles tradiciones religiosas. Que nos haga más abiertos al diálogo para conocerlas y comprendernos mejor. Que elimine toda forma de cerrazón y desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y de discriminación.
Nuestro pensamiento se dirige ahora a la Madre de la Misericordia. Que la dulzura de su mirada nos acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios. Toda la vida de María estuvo plasmada por la presencia de la misericordia hecha carne. La Madre del Crucificado Resucitado entró en el santuario de la misericordia divina porque participó íntimamente en el misterio de su amor.
Elegida para ser la Madre del Hijo de Dios, custodió en su corazón la divina misericordia en perfecta sintonía con su Hijo Jesús. Su cántico de alabanza, en casa de Isabel, estuvo dedicado a la misericordia que se extiende “de generación en generación” (Lc 1,50). Esto nos servirá de consolación y de apoyo mientras atravesamos la Puerta Santa para experimentar los frutos de la misericordia divina.
Al pie de la cruz, María es testigo de las palabras de perdón que salen de la boca de Jesús. El perdón supremo ofrecido a quien lo ha crucificado nos muestra hasta dónde puede llegar la misericordia de Dios. En la oración “Salve Regina” le pedimos a María que nunca se canse de volver a nosotros sus ojos misericordiosos y nos haga dignos de contemplar el rostro de la misericordia, su Hijo Jesús.
Invocamos también a tantos Santos y Beatos que hicieron de la misericordia su misión de vida. En particular nos dirigimos al gran apóstol de la misericordia, santa Faustina Kowalska, para que interceda por nosotros y nos conceda vivir y caminar siempre en el perdón de Dios y en la inquebrantable confianza en su amor.
Será un Año Santo extraordinario para vivir en la vida de cada día la misericordia que desde siempre el Padre derrama sobre nosotros. En este Jubileo, dejémonos sorprender por Dios. Él nos ama y quiere compartir con nosotros su vida.
La Iglesia siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios. La vida de la Iglesia es auténtica y creíble cuando con convicción hace de la misericordia su anuncio. Ella sabe que la primera tarea es la de introducir a todos en el misterio de la misericordia de Dios, contemplando el rostro de Cristo. La Iglesia está llamada a ser el primer testigo veraz de la misericordia. Desde el corazón de la Trinidad brota y corre sin parar el gran río de la misericordia. Esta fuente nunca podrá agotarse. Cada vez que alguna persona tenga necesidad podrá venir a ella, porque la misericordia de Dios no tiene fin.
Que en este Año Jubilar la Iglesia se convierta en el eco de la Palabra de Dios que resuena fuerte y decidida como palabra y gesto de perdón, de soporte, de ayuda y de amor. Que nunca se canse de ofrecer misericordia y sea siempre paciente en el confortar y perdonar. Que la Iglesia se haga voz de cada hombre y mujer, y repita con confianza y sin descanso: “Acuérdate, Señor, de tu misericordia y de tu amor, que son eternos” (Sal 25,6).
Leer 1ª meditación – Introducción
Por P. Miguel Huguet
Retiro en el Santuario de Cristo Flagelado
Coaniquem
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