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Con el libro 22 Historias clínicas –progresivas- de realismo existencial, Alfredo Rubio de Castarlenas inició una corriente antropológica que ayuda al ser humano a pasar del desencanto y el sinsentido de la existencia tal cual es, a una aceptación gozosa de la misma. Rubio, a través del realismo existencial, nos invita a hacer un proceso de “humildear” el ser. No seguir pataleando por una existencia limitada y una vida que no es la que deseábamos, sino cambiar la mirada hacia la alegría de sentirnos existentes. Esa aceptación y alegría son los motores iniciales para poder transformar y mejorar en lo posible la realidad personal y social.

Rubio decía que el realismo existencial pone el motor a punto para luego amar. De hecho, la última historia de su libro nos presenta cómo el cerco del individualismo se puede superar cuando consideramos al otro digno de ser amado por el sólo hecho de existir. En esa historia son tres los personajes. De discutir en mesas poligonales sobre temas diversos sin lograr entenderse, pueden construir, a través de la amistad y el aprecio, una comunicación mucho más fluida y verdadera. Como señala el autor: “Las ideas y sus palabras son como la electricidad: necesitan del cable que una las dos laderas, el hilo de la buena querencia”.

Pero para llegar a ese punto, hay un recorrido previo de ir caminando por el sendero de la humildad. No es un camino en ascenso, sino en descenso, hasta llegar quizás a la solitud. Rubio, en su impresionante artículo “A nivel del campo, la hierba y su raíz” nos describe paso a paso ese itinerario, cuyo último escalón para llegar a la verdadera humildad es el aceptar con paz que los demás nos vayan olvidando.
En alguna ocasión, Alfredo Rubio dijo que la esencia común a las tres personas de la Trinidad es la humildad y que el amor es el quehacer.

Eso me lleva a pensar en cómo se manifiesta esa humildad en cada una de las personas de la Trinidad. Aún con el riesgo, bastante probable, de equivocarme, me lanzo a ello.

El Padre, manifiesta su humildad al crearnos. Él no necesita de la creación para SER. Él es per se. Y no nos crea “súbditos” o “vasallos” a su servicio. Nos crea libres. Es decir, él no quiere tener potestad sobre nadie. No quiere mandarnos ni ser una especie de déspota. Nos quiere amigos. Y socios. Socios en la construcción de un mundo mejor. Co-creadores con Él.

El Hijo, se encarna para hacerse uno de nosotros. Todo un Dios, nacido en un establo y clavado en cruz. Esa cruz es la expresión de la máxima solitud: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Odiado por los hombres y aparentemente olvidado por Dios. Pero es ahí, justamente en ese madero que une el cielo con la tierra, donde la soberbia del mal es vencida por el humilde abandono de Jesús.

El Espíritu Santo, dador de dones para nuestra santificación. Para recibirlos es necesario que quitemos obstáculos, no creernos más de lo que somos, reconocernos menesterosos de la gracia, ser humildes… La tercera persona de la Trinidad nos empuja a dejar seguridades y a lanzarnos a la empresa de santificar el mundo, abandonándonos a su propio aliento.

Padre, Hijo y Espíritu Santo, unidad que nos invita a vivir la humildad del ser para poder amar.

Texto: Lourdes Flavià
Múscia: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza