Es prácticamente inevitable que en la convivencia humana surjan roces y diferencias entre las personas. Ello en sí mismo no es negativo, depende cómo se gestione. No es extraño, por ejemplo, que uno se sienta incomprendido, maltratado o poco valorado, y lo que más nos importa es cuando ello sucede ante personas muy cercanas y queridas. Surge entonces el interrogante: ¿se lo digo o no se lo digo, y cómo?
No se trata aquí de buscar fórmulas adecuadas según la psicología o las relaciones interpersonales, tantas veces muy positivas y camino pedagógico para una buena existencia humana. Los creyentes sabemos que Cristo está resucitado, que envió a su Espíritu y que estamos llamados a ser “otros Cristos” en medio del mundo. Así, hemos de buscar en el Señor la fuente y los criterios de nuestro comportamiento. Encontramos el supremo mandato de la caridad: “amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os persiguen”; si eso hemos de hacerlo respecto a los enemigos, ¿cuánto más no habremos de aplicarlo con los amigos y personas cercanas en los momentos difíciles?
Pero esta actitud de benevolencia y caridad ¿es incompatible con la verdad? ¿Qué sucede cuando uno siente que debe hacer saber al otro que nos está hiriendo, incluso y más aún si no se da cuenta? La necesidad de ser veraces se nos presenta como un imperativo. Se trata de un camino que lleva a la justicia, a una relación sana, de iguales que se comprenden y se ayudan a ser mejores.
Diría que de la propia caridad puede surgir el grito de la persona mansa que es pisada, a veces con violencia, aunque ésta pueda ser involuntaria. Este grito es expresión de una verdad que pudiera ser incómoda para el agresor, pero es una importante llamada a la justicia. Por eso una primera conclusión: hemos de estar atentos a escuchar lo que los demás dicen y expresan, incluso sin palabras, por si somos nosotros los inconscientes verdugos de nuestros semejantes.
En las relaciones interpersonales este camino de amor y verdad no puede soslayar un riesgo. Esa “verdad”, vista desde nosotros mismos, pudiera convertirse en nuestras manos en un afilado cuchillo con el que desearíamos vengar nuestra sensibilidad herida. Más aún tomando en cuenta que nosotros, por buena voluntad que podamos tener, no somos dioses; nuestro amor es limitado, y nuestra visión de las cosas es parcial en el mejor de los casos, cuando no errada.
Pero estas precauciones no deben convertirse en obstáculos para que aprendamos a amar con verdad y en un clima de justicia. La caridad no puede ir contra la verdad ni contra la justicia. El más excelso ejemplo es Cristo, que es el Amor encarnado, y es por ello mismo la Verdad. Él es el máximo ejemplo de cómo uno debe amar, amar y amar sin cansarse, y ello mismo contiene un mensaje de verdad que interpela al otro. Jesús no dejó de confrontar a los fariseos y escribas por sus incoherencias y ambiciones, llamándolos a conversión; a los apóstoles también les habló claramente, como lo hizo a las mujeres, a los sencillos y a sus interlocutores, sin actitudes blandas ni condescendientes. Pero nos amó a todos y dio la vida por todos sin excepción. Así nos “justificó” a todos. Con ayuda de Dios, caridad, verdad y justicia serán en nuestra vida, inseparables.
Por Leticia Soberón
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