Aquellos dos discípulos regresaban decepcionados a su Emaús de cada día. Venían de la ciudad grande dónde pasaban cosas y se iban a su pueblecito perdido dónde casi nunca pasaba nada. Regresaban a la rutina del mundo viejo. Pensaban que Jesús había sido un gran maestro sí, pero al fin y al cabo, había fracasado. Y se apresuraban a esconderse, para evitar que los dirigentes descubriesen que eran discípulos y que su propia vida peligrase.

Y, de pronto, un caminante desconocido se les acerca, se interesa por su conversación. Cleofás y el otro discípulo anónimo, hablaban de la esperanza en pasado: “nosotros esperábamos”. Es triste hablar de una esperanza pretérita, significa que habían esperado pero que ahora ya no esperan.  Y el peregrino les va transformando por dentro hasta que llegan a casa, a la mesa, al ágape del amor y aquellos dos discípulos le reconocen y entonces regresan rápidamente a Jerusalén. No les importa que sea tarde y que el día ya haya declinado; en sus corazones brilla la luz: se trata de una verdadera conversión.

Hoy cuántas personas e incluso, cuántos cristianos, regresan decepcionados a su vida de cada día. “Esperábamos”, dicen. Esperábamos un nuevo estilo en la Iglesia, esperábamos testimonios, esperábamos grandes cambios, esperábamos unas comunidades jóvenes y vivas. No han encontrado lo que esperaban y se alejan, se alejan de la Iglesia, se alejan de la fe.

Creo honestamente que nos toca a nosotros acercarnos a ellos, respetuosamente, interesarnos por lo que les agobia, conversar, caminar en su propio camino, darles testimonio e intentar así volver a alimentar la llama que vacila, hasta que quizás un día volvamos a compartir con ellos el pan.

A lo largo de mi ministerio he encontrado a muchas personas comprometidas, entregadas, entusiasmadas… y también a muchas otras que se han enfriado, que han dejado de practicar, que creen que no creen, que se alejan, decepcionadas, de la comunidad. ¿Cómo hacer que su corazón “les arda” nuevamente? Si de verdad vivimos unidos a Jesús Resucitado, le anunciaremos con ardor de palabra y de obra. Nunca será demasiado tarde para que vuelvan a esperar.

Por Jaume Aymar Ragolta