Hoja de ruta, sin norte, de una mayoría de edad

Caminaba por aquel sendero y de repente un banco de niebla cubrió los caminos. No había posibilidad alguna de visibilidad más que unos pocos palmos. Me resultó curioso cuando constaté que una intensa neblina había oscurecido toda la ruta… Y, ahora, ¿por dónde seguiría? Por suerte, no era la primera vez que realizaba aquella excursión de montaña. A pesar de ello, el desconcierto fue considerable. Tenía una ligera intuición de por dónde había que seguir. A lo lejos…

……..

¡Qué miedo! Recuerdo que el miedo es de las palabras que más veces he leído en los evangelios; que más veces, en boca de unos u otros –de ángeles, del mismo Jesús– se les dice a discípulos –hombres y mujeres–, a pastores, al mismo José… El miedo paraliza, nos dicen los expertos. Pero también es necesario para sobrevivir. Me resulta tan confortable escuchar de boca de Jesús: «no tengas miedo». Me resulta muy cercano. Debe ser que no es tan extraño eso de temer alguna cosa. Mi «miedosidad» me resulta más a medida humana, tan humana, que incluso el mismo Jesús la puede llegar a comprender.

A menudo pensamos que lo más humano es lo más lejano a la divinidad, y que lo más divino es lo más lejano de la humanidad. Haciendo camino, se me muestra que quién más puede comprender la humanidad es la divinidad. A nosotros, a medida humana, ¡nos resulta tan incomprensible la humanidad! A menudo comprendemos más la divinidad. En definitiva, es aquello que nos pasamos la vida anhelando: esperando ser perfectos, esperando que los demás lo sean… Y, de tanto anhelarlo, creemos entender una divinidad a nuestra medida. Como si aquello divino correspondiera al cumplimiento de nuestras manías y cabezonadas. ¡Cómo me resulta a medida divina mi humanidad! Siento que Dios entiende mi «miedosidad» y que a ojos humanos no sólo no la entendemos, sino que incluso la rechazamos.

Me resuena aquel «no tengáis miedo», cuando los discípulos reunidos en el Cenáculo, con las puertas cerradas, siendo el soplo del Espíritu Santo, su aliento, en forma de aquellas lenguas de fuego…

Cuando sentimos una ventisca suave, la percibimos, pero no la vemos. Cuando sentimos el aliento que acaricia con su fogosidad un beso, lo percibimos, pero no lo vemos. Debe ser que, en clave de Espíritu Santo, las cosas son inalcanzables a los ojos humanos.

En definitiva, anclados en el Espíritu, ponemos en juego nuestros demás sentidos… Hemos visto los milagros del mismo Jesús; hemos visto su pasión y muerte; no hemos visto la resurrección, pero sí las distintas apariciones de Jesús resucitado. Pero ahora ya no nos hace falta ver más. Ya podemos cerrar los ojos. Ya sólo tenemos que percibir con el tacto –la caricia suave del viento en nuestro rostro, el aliento de la madre para sanar el frío de su hijo, el aliento que surge del beso intenso entre los que se quieren de corazón–; ya sólo tenemos que percibir con el oído –no sólo la ventisca suave, también el viento impetuoso que todo lo remueve y transforma, que no deja nada en pie, que todo lo cambia… Y es que todo cambio supone miedo, reafirmación en las seguridades preestablecidas…–; ya sólo tenemos que percibir con el gusto y el olfato –para perfumar todos los ambientes en los que el Espíritu hace presencia, para oler donde haya perfume de Espíritu y dejarnos oler para que puedan captar el perfume; para gustar y degustar el sabor de las cosas hechas a fuego lento y con el entusiasmo que caracteriza el Espíritu.

Así pues, una forma nueva de estar, más que no de hacer y actuar. Si Jesús actúa y se dejar ver, como Hijo encarnado, el Espíritu Santo es presencia que todo lo remueve –no presencia pasiva y callada–, pero que sólo la sienten y perciben quienes están en la misma sintonía. Si no, si la sintonía de radio no la captamos, ¡qué incómodo el ruido estruendoso de la emisora no ajustada! ¡Qué incómoda la presencia del espíritu, si no podemos comprender amicalmente su estar! Porque no es un estar cómodo: nos transforma, nos cambia la vida y, a menudo, no estamos dispuestos a que nos remuevan la vida, ni tan sólo estamos dispuestos a que nos remuevan el cajón personal de nuestros sueños y anhelos, de nuestras aspiraciones y seguridades.

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A lo lejos, entre la neblina, se me hizo viva una lucecita encendida. No sabía si se trataba de una linterna de algún otro transeúnte más bien previsto que yo. El caso es que se acercaba cada vez más. No he sabido nunca por qué –y no será porque no me  lo he preguntado veces– en caminos de montaña solemos saludarnos al cruzarnos con alguien. «Buenas tardes» –nos dijimos mutuamente cuando, a pocos palmos, veía no sólo la linterna, sino también a quién la llevaba. El comentario siguiente era evidente: «Caramba, qué niebla. No se ve nada a un palmo». «Sí, suerte que lleváis una linterna». A pesar de ello, me explicaba lo que es obvio: en plena niebla intensa, la luz encendida no nos permite ver nada; en todo caso hace que quiénes se acerquen nos puedan ver. Cuando conducimos ya lo sabemos. Recordé nuevamente la escena de Pentecostés. Las lenguas de fuego, entenderse en hablas distintas, la torre de Babel, ver en el otro la luz que desprende, sabiendo que quien la desprende no llega a verla… Es aquella señal en el camino nublado, es entrar en esta hoja de ruta del Espíritu que todo lo remueve, sin referencias, sin nortes, sin pautas… A la buena de Dios (y nunca tan apropiado).

Descubrir el camino en plena niebla supone practicar la intuición; supone dejarse impulsar por lo que ni la emoción ni la razón pueden indicar; supone lanzarse en delta, plenamente al impulso del soplo del viento.

Pentecostés podría ser el paso de la infancia, la adolescencia y la juventud a la adultez en la fe. El adulto, y un adulto más bien ya mayor, se deja llevar. En definitiva, sabe que ya no es él quien dirige el timón de su vida –no por pasotismo o infantilismo–, sino convencido de que sabe de quién se fía, una vez superada ya la cruz, la pasión e incluso la misma resurrección. De todo ello, tenemos alguna pincelada escrita en los evangelios. Del camino pentecostal no tenemos ningún rastro. Más bien supone caminar sin norte, entre la niebla. No en vano que sea una etapa incierta, incómoda y poco practicada por falta de atrevimiento y valentía.

Por Marta Burguet i Arfelis