Pocas veces encontramos reflejada en los evangelios a María, la madre de Jesús. Sin embargo, se trata de momentos cruciales en la vida de su hijo. La anunciación, el nacimiento, la huída a Egipto, algunos pasajes de la infancia, más tarde en las bodas de Caná, durante la pasión, al pie de la cruz y, por último, reunida con los discípulos a la espera del Espíritu Santo.
Y qué hace María en cada uno de estos momentos que nos refieren los evangelistas: aceptar lo que sucede, acogerlo en su corazón, actuar y esperar. No se trata de una espera pasiva, sino activa: una esperanza. Cuando el ángel le anuncia que será Madre de Dios comienza el camino de la esperanza de María. Quizás, intelectualmente no comprendía lo que le estaba sucendiendo en ese momento, pero creyó y esperó que los acontecimientos fueran sucediendo.
La vida es un milagro, cada vez nos damos más cuenta de ello por los descubrimientos científicos. Un embarazo que llega a culminar en el nacimiento de una nueva vida es un milagro, ya que se dan millones de reacciones biológicas tan frágiles, tan sutiles, tan precisas, que tenemos más posibilidades de fallo que de éxito. En este caso, el milagro de la vida es la conjunción de todo lo necesario para que se produzca.
La maternidad de María consiste en instalarse en el milagro de la esperanza. Aceptar la realidad que se va presentando, ser libre ante ella y acoger el misterio que respira en cada gesto de la vida.
La esperanza se vive personalmente, pero puede externarse socialmente. Actualmente, las personas necesitamos aprender o reaprender a ser esperanzadas. De por sí, sabemos esperar poco. Cada vez más queremos todo inmediata y fácilmente. Y lo queremos a nuestra medida, no sabemos adaptarnos a la realidad, no sabemos acoger a las personas ni los acontecimientos como son. No nos permitimos ser libres ni que los demás lo sean. Y, si no sabemos esperar, mayor dificultad tenemos en ser esperanzados.
La espera y la esperanza tienen que ver con cada uno de nosotros. Es una cuestión de ritmo vital, de capacidad de empatizar con los demás, de aceptar los acontecimientos. Cuando me han anunciado que algo pasará o que alguien vendrá o yo sé que hay posibilidades de que sea así, entonces espero. Pero, cuando, además, deseo que pase así, cuando mi voluntad se une a ese anuncio, entonces se produce la esperanza.
María esperó y se esperanzó durante toda su vida con la presencia y el mensaje de Dios. Pero no se lo quedó sólo para ella, esperanzó a otras y otros para vivir ese regalo de vida. No tenemos muchas referencias explícitas sobre María en los evangelios, pero no es casual que al pie de la cruz y cuando los discípulos estaban reunidos esperando la venida del Espíritu Santo, ella fuera eje de la comunidad primitiva.
Por Javier Bustamante
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