No sabemos quién fue el que dijo a Jesús «Tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan». Quien fuera, hablaba desde el punto de vista cultural de su época. Por eso la respuesta del Señor parece, a primera vista, algo desconcertante: «¿Quién es mi madre y mis hermanos? Quien cumpla la voluntad de mi Padre, este es mi hermano, mi hermana y mi madre».
Es claro que Jesús no desprecia los parentescos humanos. Él se hizo semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado. Para Él, como para cualquier persona, son importantes los lazos de sangre en la familia; y los de tradición, de territorio, de historia, con la propia nación. Jesús está profundamente enraizado en el pueblo de Israel. Piensa y habla su lengua, vive sus costumbres, abreva en su profunda religiosidad.
No obstante, con esa simple pregunta, ¿quiénes son…? nos lanza a algo mucho más hondo. Ser parientes de Cristo no es cuestión de mera genética. Ser su compatriota no es algo geográfico.
Estar emparentado con el Señor, ser de su familia, parecerse a Él, es estar orientado hacia Él, por lo más valioso que tiene: cumplir la Voluntad del Padre. Este hermanamiento es, pues, algo que Dios mismo concede como un don, y que además tiene algo de nuestra propia libertad.
Jesús establece un modo nuevo de ser familia, más hondo, más libre: son hermanos aquéllos que escuchan su Palabra y la cumplen. Por eso dirá San Pablo que «ya no hay griego ni romano, ni esclavo ni libre…»
El parentesco familiar y cultural es una gran oportunidad, un facilitador para que la gente se hermane de un modo más profundo; si no, esos lazos de sangre o de geografía podrían ser simplemente eso, o aún menos: desembocar en grupos, separación y lucha. Es bueno aprovechar esas afinidades culturales y sociales o históricas pero para ser hermanos en Cristo y de Cristo.
La Iglesia está formada, precisamente, por personas de diversas razas, lenguas, costumbres. No nos une el origen, sino que el Espíritu Santo nos conduce hacia la meta en la que todos debemos converger: la hermandad con Cristo mismo, que nos lleva al Padre.
Seguro que María no se sintió ofendida por esa pregunta de Jesús. Precisamente Ella, más que nadie era la mayor cumplidora de la voluntad de Dios.
Por Leticia Soberón
(Bogotá)
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