A María le pido que consolide y aumente siempre, en todos nosotros, la paz y la alegría; esos dos dones primordiales en la vida cristiana.
En primer lugar, la paz, es decir, que no haya conflicto ni turbación sino sosiego y claridad. Paz, tanto en las personas como en las familias, en los grupos, en los pueblos, en las naciones. Sin la paz no puede desarrollarse armónicamente la vida y la creatividad; queda distorsionado el trabajo y el amor. La paz es ya un germen o un principio del Reino de los Cielos en la tierra, que Jesucristo vino a traernos. Él es el Príncipe de la Paz. Por eso María es la Reina de la Paz.
Pero la paz sola no basta. La Paz de Cristo –que no la da como la da el mundo- está esencialmente abocada a recibir un segundo y nuevo don. Sin éste, aquella se empobrece y hasta se perdería. Este don, es el de la alegría. Estar contentos: ¡Dios es Creador! ¡Existimos! Más aún: ¡es Padre! ¡Cristo nos ha redimido y nos ama! No hay razón alguna para estar tristes. No encontraremos jamás ninguna excusa para no estar siempre alegres. Aunque haya adversidades y dolores, que siempre los habrá, pues no somos dioses sino seres pequeños y limitados pero, precisamente, esa honda alegría cristiana es la que nos hará soportar el dolor. El don de la alegría también es imprescindible para la vida cristiana. Es como un motor, mejor dicho, como la gasolina para un motor que le produce la energía. Con alegría se tiene fuerza y entusiasmo, no hay obstáculo insuperable, se multiplica el esfuerzo, se contagia a los demás. ¿Se acuerdan de lo que dice el evangelista San Lucas a cerca de Jesús, en un momento determinado? Dice así: «…y Jesús, lleno de alegría del Espíritu Santo, exclamó…» Es decir, que San Lucas nos aclara que hay un tipo especial de alegría que es la «Alegría del Espíritu Santo». Así como la Paz de Cristo es especial, así también la Alegría del Espíritu Santo no es una alegría cualquiera. Por eso a María, Medianera del Espíritu Santo, la invocamos también Señora de la Alegría.
En María, Nuestra Señora, confiamos, pues, para que estos dos dones- de Cristo y del Espíritu Santo- empapen, fecunden y embellezcan nuestros quehaceres, Paz y alegría en la relación con Dios Padre y con uno mismo, en nuestra vida interior. Paz y alegría en nuestra amistad en Cristo. Y un apostolado pacificador y alegrador, impulsado por el Espíritu, para el mundo.
Por Juan Miguel González Feria
(Salamanca)
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