El Papa Juan Pablo II, en su estupenda Carta Apostólica titulada «Al comienzo del nuevo milenio» (en latín, «Novo millenio ineunte»), en el número 4, nos dice que el cristianismo es nada menos que una sorpresa: «El cristianismo –explica–… es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre se ha puesto al lado de su criatura…» y ha hablado con ella. ¡Dios se ha puesto al lado de su criatura!, ¡qué sorpresa! ¿Y qué ha hablado Dios con los seres humanos? Veamos.
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Un Dios que hace alianzas

En este mundo, en general, cuando alguien busca hacer una alianza, un pacto con otro, es porque lo necesita: es, por ejemplo, porque está en una contienda y ve que lleva las de perder, es porque se siente débil para acometer una empresa para la que se necesita más fuerza que la suya o por otras razones similares.

Pero, en cambio, Dios no ha actuado así. Dios ha hecho alianza con los hombres, pero no es por debilidad suya ni por necesidad alguna, sino por amor a nosotros. Dios nos ofrece una alianza puramente para salvarnos a nosotros que estamos necesitados de salvación. La alianza de Dios con nosotros empieza con Noé (Catecismo de la Iglesia Católica –CIC– núm. 56), más tarde tiene un hito importante con Moisés –los diez mandamientos–, continúa con David y, finalmente, alcanza su plenitud con Jesucristo. Con Cristo se establece la nueva y definitiva Alianza; más nueva que ésta ya no habrá ninguna más. Esta Alianza Nueva es la que recordamos al celebrar la Eucaristía: «esta es la copa de la Alianza sellada con mi sangre…»; es decir, cada vez que participamos de la Eucaristía, nosotros ratificamos esa Alianza, ese pacto, ese acuerdo, ese trato de Dios con los hombres celebrado por Jesucristo. ¡Somos nada menos que aliados con Dios!, ¡sigue la sorpresa!

Ahora bien, en todo pacto ambas partes se obligan. ¿Cuál es el contenido de ese trato entre Dios y nosotros? El contenido es el amor, «Amaos unos a otros como yo os he amado». A lo que nos obligamos en la Alianza de la Eucaristía es a hacerlo todo en esta vida con amor y por amor. Dios cumplió su parte en el trato: aquella misma noche y al día siguiente, Cristo dio su vida por amor a nosotros, a todos los hombres, perdonando a sus enemigos. Ahora nos toca a nosotros cumplir lo pactado y para que podamos hacerlo, nos envió su propio Espíritu Santo, su Espíritu de amor, de otro modo no podríamos.

El Decálogo, dentro de la Alianza

Bien, a lo que íbamos. «Los mandamientos –nos dice de nuevo el CIC, núm. 2061– reciben su plena significación en el interior de la Alianza». Es decir, Dios nos concede el don de revelar los mandamientos, supuesto que hemos aceptado el trato que Él nos ha ofrecido. Los mandamientos no son unas imposiciones despóticas o unas leyes sin más, dadas sin amor, no; los mandamientos están manifestados a unas personas, las cuales ya son «aliados» de Dios, más aún, estamos llamados a ser hijos y amigos de Dios. Los mandamientos los enseña Dios a unas personas que ya están dispuestas a cumplirlos, forman parte del trato hecho.

Dice el núm. 2062 del CIC: «Los mandamientos propiamente dichos vienen en segundo lugar –detrás de la Alianza. Expresan las implicaciones de la pertenencia a Dios instituida por la Alianza. La existencia moral es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor. Es reconocimiento, homenaje a Dios y culto de acción de gracias. Es cooperación con el designio de Dios…». Los mandamientos de Dios, pues, no nos humillan sino que nos enaltecen. Cumplámoslos con esmero, seamos fieles al trato hecho.

Publicado en:
La montaña de san José, mayo-junio de 2001
Por Juan Miguel González Feria