Jesús en la parábola del hijo pródigo nos habla de un padre que perdona. Un padre que es capaz de salir al encuentro de su hijo y sin pedirle explicaciones, de abrazarle y de vestirlo de fiesta y de entrarle al banquete.
Sabemos que esa es una bella imagen de Dios Padre. Podemos decir que ese padre paciente, que espera el retorno de su hijo, nos habla de la paciencia infinita de Dios. Dios nos espera porque tiene puesta su esperanza en nosotros. Espera que al fin, fruto de nuestra libertad responsable volvamos de nuevo a Él.
Pero existe otra hermosa imagen de la esperanza divina. Esa imagen es, precisamente, María. El Sábado Santo, cuando casi todos se habían dispersado, ella fue la única que mantuvo una claraesperanza. Esperaba que Jesús volviera. Esperaba abrazarle de nuevo, tenerle junto a ella, volver a escuchar su voz. Esperaba serena la gran fiesta del re-encuentro. Jesús, libre de todo pecado, inocente, había sido arrebatado de los suyos y clavado en una cruz. Ahora volvía glorioso, trascendido, a compartir con ellos la mesa, la palabra y la alegría inmensa de dejarse ver de nuevo por los hermanos.
Su presencia sola era capaz de colmar todas las esperanzas. La esperanza de María es pues como un destello nítido de la esperanza de Dios que nos aguarda ya libres de pecado, siendo ya unos con Cristo resucitado para llevarnos al banquete que no tendrá fin. Si nuestro retorno muchas veces se asemeja al del Hijo Pródigo, está llamado a ser tan pleno como el retorno de Cristo en brazos de María y de los suyos.
Por Jaume Aymar
(Barcelona)
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