Muchos temen la muerte. Desearían no tener que morir. Sin embargo, viven normalmente. Trabajan y se casan. Tienen hijos. Me parece una contradicción. Sí temen y no quieren morir ¿cómo se atreven a engendrar un niño, que al darle la vida se la dan inevitablemente mortal? No creo que sea una secreta venganza, tan injusta por otra parte. «Ya que me engendraron a mí, yo engendro a otros para que pasen la misma angustia que yo» Esto, además, sería una contradicción del verdadero amor y ternura que los padres sienten por sus hijos. Más cierto debe ser lo contrario. Que, a pesar de tener que morir, uno ama la existencia y por eso, a pesar de todo, se desea ilusionadamente poderla transmitir a otros. En el fondo, puede decirse: ¡qué alegría morir!, eso quiere decir que existo, pues en este mundo sólo no mueren los que no existen.
Alguien podrá objetar: los hijos se tienen por la fuerza del instinto, como todos los animales. Me parece que esto es reducir el problema. El ser humano es, en efecto, un animal, pero racional, consciente. Es consciente de sus instintos y lo suficientemente libre para controlarlos, sobre todo ante la cosa tan tremenda de dar la muerte a seres que, por otro lado, son los que más querría. También es lo suficientemente inteligente para compaginar su instinto de placer gratificante y una permanente no concepción. Así pues, si tienen hijos, es porque se les quiere tener –explícita o implícitamente– y se les desea.
Podría argüirse: se es tan egoísta que se desean los hijos como para tener unos muñecos con los que jugar mejor, satisfacer ese poder cuasi divino de crear nuevos seres; tener quienes nos puedan ser útiles el día de mañana para colaborar en el trabajo o ganar dinero o bien para acompañarnos y ser atendidos en nuestra vejez. O poder transmitir a alguien nuestros blasones o el futuro de nuestros afanes y no se pierda en el vacío lo que con tanto esfuerzo y a veces sacrificio, habíamos atesorado.
Pero todo ello, para una persona de corazón normal, no serían razones válidas – ni aún todas juntas– para transmitir la muerte a unos seres que presuponemos vamos a querer con todas nuestras energías.
Es que en el fondo, amamos la vida y estamos contentos de existir. Más aún, nos da un escalofrío pensar que, por ejemplo, nuestros padres no se hubieran conocido y se hubieran casado con otras personas; hubieran tenido, uno y otro, otros hijos pero nunca a mí, que soy fruto precisamente de ellos dos, y que yo no hubiera existido nunca jamás.
Porque estamos contentos de que nos haya tocado la lotería de existir, es por lo que la gente no duda de, gozosamente, dar vida a otros seres. Transmitirles el bien y la felicidad fundamental sin la cual ningún otro posible bien o dicha podrían tener.
Y quien habla de la muerte habla de todas las otras limitaciones propias del ser humano: las enfermedades, los disgustos, los trabajos para subsistir. Si creyéramos que éstos generalmente anulan el valor de vivir, tampoco nos atreveríamos a engendrar. Si lo hacemos es porque, en lo más recóndito de nuestro ser, estamos contentos de ser, a pesar de todas nuestras contingencias.
Horroroso sería imaginar que si engendramos es para tener solamente apoyos e instrumentos para soportar mejor la desgracia de existir.
Tampoco valen pseudosoluciones religiosas. Afirmar que la vale la pena existir, sólo porque así podemos esperar una existencia eterna colmada de felicidad. Que si no fuera por esto, preferiríamos no haber nacido. Para los que son creyentes me parece, sin embargo, que esta postura es blasfema. La vida es un don maravilloso que ninguno se ha podido dar a sí mismo. Es algo que vale la pena en sí. Si luego hay otro don aún mayor, de una vida ya inmortal y plenamente gloriosa, tanto mejor: miel sobre hojuelas, pero desgraciar esta vida en sí misma, y que ya es apetitosa hojuela, me parece mal camino para prepararse a recibir otros deberes posibles y más altos… Y la mejor prueba de todo esto que digo, es que a pesar de los pesares –muerte, tribulaciones– los seres humanos conscientes y libres desean dar vida a los que serán sus hijos bien amados.
Por Alfredo Rubio de Castarlenas
(Barcelona)
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