La dote era la provisión de bienes y derechos que una persona aportaba al matrimonio o a la comunidad religiosa. A veces, con no poca malicia, se interpretaba como si fuera un lenitivo por la carga que el otro asumía por recibir, especialmente, a la mujer. Pero, de hecho, también podía entenderse como una medida prudente para ayudar a emprender el proyecto vital que comenzaba.

Formemos a nuestros infantes y jóvenes para vivir en sociedad, no para permanecer cerrados en ningún núcleo primario. Insertos en esta sociedad desde su nacimiento, es bueno que vayan contribuyendo progresivamente con ella. Pero esta «dote» que aporten conforme vayan siendo adultos, no es para aligerar la carga que puedan suponer a la sociedad. Por el contrario: son los bienes y valores con los que contribuyen a una mejor vida conjunta. Por eso, dicha dote no está conformada por bienes materiales, sino que es una dote de madurez, de habilidad para relacionarse, de capacidad de afecto.

Normalmente, deseamos para nosotros y para los que estimamos un entorno amable, donde unos y otros nos respetemos con calidez, donde poder sentirnos amados por alguien —ojalá por muchos—, y donde, para ser digno de estimación, no es necesario ser ni hacer nada fuera de lo ordinario de ser, y de ser quien se es. Es decir: normalmente deseamos la felicidad.

Sin embargo, frecuentemente las dificultades para sentirnos felices provienen más de nuestro interior que de las circunstancias. Ciertamente estas pueden ser un importante tropiezo pero, incluso en las situaciones más adversas, hay quien es capaz de generar dentro suyo una dinámica positiva que sabe gestionar y encajar lo que le pasa. En este sentido, podríamos decir que la felicidad tiene mucho de acomodo con la realidad, tanto personal como circunstancial. Acomodo que es más que mera resignación e, incluso, aceptación. Se trata de llegar a “sentirnos cómodos” con aquello que realmente acontece en nuestra vida.

Si deseamos para los nuestros una vida feliz, conviene dotarlos de aquello que les facilitará serlo. Sí, que les facilitará, ya que por mucho que lo deseemos, nadie puede “hacer feliz” a otro. Podremos favorecer, pero ni siquiera movidos por la mejor intención, podemos controlar todos los elementos que conformarán la vida de los nuestros (ni, está claro, sería bueno que lo pretendiéramos).

La felicidad, en último término, depende en buena medida de uno mismo. Lo que nosotros podemos hacer es dotar, proveer a las personas de las cualidades, habilidades y criterios para manejarse y, aún más, para ser felices en aquello que elijan para vivir, pero también en lo que se encontrarán sin elección previa.

Por Natàlia Plá
Voz:
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza

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Audio: Dotar para la felicidad