La fe, no cabe duda, es un constitutivo del amor.

Amor es darse. ¿Y cómo podríamos darnos si no tenemos fe en quien nos entregamos?

Dios se nos ha dado en su Hijo hecho carne. Confía en nosotros. Y nos pide nos entreguemos también confiadamente a Él. Este mutuo amor de Creador a criatura es el supremo analogado de cualquier otro amor humano.

Si amor requiere previamente la fe, podrá predicarse de la fe lo mismo que se dice del amor. Todos recordamos lo que de una manera tan maravillosa y tajante afirma san Juan Evangelista: «¿Dices que amas a Dios que no ves y no amas al prójimo que ves? ¡Hipócrita!». San Juan, siempre tan delicado y caritativo, no teme en este punto emplear tan dura palabra. Apliquemos la frase a ese constitutivo esencial del amor: ¿Dices que tienes fe en Dios que no ves y no tienes fe en el prójimo que ves? ¡Te engañas! Tanta fe tengo yo en el prójimo, tanto le puedo amar; y tanto cuanto amo al prójimo, amo a Dios. Luego, mi «confianza» en los demás es la medida de mi amor al Señor.

Si alguien objetara: sólo Dios es objeto de fe y, por el contrario, los hombres merecen de ordinario muy poca fe, habría que contestar que lo mismo ocurre con el amor: Que sólo Dios es digno de verdadero amor. Y, sin embargo,… ¡he aquí el misterio! La frase de san Juan no deja lugar a dudas.

Amar a los amigos, «esto lo hacen también los paganos». Hay que amar incluso a los enemigos. Fiarse de los amigos leales, esto lo hace todo el mundo. Lo bravo, lo heroico, lo cristiano es fiarse hasta de los enemigos. Confiarse a ellos mansos y humildes como un cordero. Como hizo Cristo en el calvario. Confiando en los demás, así podré amarlos y, sólo amándoles, se puede transformar su odio en amor.

Cristo, a quien nadie pudo acusarle de mentira, dijo desdela Cruz: «perdónales, Señor, porque no saben lo que hacen». Es decir, confiaba tanto en la bondad y rectitud de sus verdugos que creía que, si supieran lo que hacían, no lo harían.

¿Confío yo, de este modo, en el prójimo?

La más grave objeción contra Dios por parte de los ateos y muchos existencialistas, es: «¿Cómo puede ser infinitamente bueno un Dios que me mata?». Ciertamente es un misterio que incluso Cristo, como hombre, tampoco sabía. Él, que no mentía, en la cruz clama —haciéndose Maestro de mi ignorancia—: «Padre, ¿por qué me has abandonado?». No se explicaba Él, porqué había de morir precisamente entonces. Sin embargo, su fe es inmensa y añade a continuación: «En tus manos encomiendo mi Espíritu».

Sí; Jesús es Maestro de mi fe. Yo podré demostrar al mundo que tengo rendida fe y amor a ese Dios que me mata, si me confío amorosamente a los instrumentos —cosas, enfermedades, vejez, hombres…— que me van matando. Ya sea de una vez o ya sea, uno a uno, los minutos y las energías de mi vida.

Por Alfredo Rubio de Castarlenas
Voz: Claudia Soberón
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza

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Audio: Fe en los enemigos