Se ha escrito mucho de María, la madre de Jesús. La joven de Nazaret a quien Gabriel, un enviado de Dios, le anunció que sería madre del Hijo de Dios. María, quien acogió esta revelación con humildad y fe.

De llamarse Mariam, nombre hebreo, pasó a llamarse María. No es un nombre nuevo para una realidad nueva, sino un sonido pleno para una realidad plena. Acoger el amor de Dios en nuestra vida nos plenifica. Plenificar no es anular lo que somos, sino aceptarlo como es, amarlo como es, llevarlo desde su hondura hasta su altura.

María se sintió plena de gracia. Dichosa.

Y así continuó su andadura. Tenía un compromiso con José, de oficio constructor. Y esta maternidad diferente les hizo ser una familia diferente. Impregnada desde el comienzo por el misterio de Dios. Confiando, aún sin saber el porqué de las cosas. Pero sintiendo en sus corazones que “eso era de Dios” y leyendo con humildad los signos que se presentaban.

José, María y la familia que construyeron se vio plena de gracia. Y eso no les hacía menos humanos, seguro eran tan vulnerables como todos los pobres de su época y cuestionados, además, por dar testimonio del amor de Dios.

Jesús, con este bagaje en su corazón, también se atrevió a fundar una familia diferente, basada en el amor de Dios. Todas y todos aquellos que se sientan hijas e hijos de Dios y sean coherentes con ello, son parte de la misma familia. El parentesco más grande que nos une a Jesús, y con Él a Dios, es la amistad.

Esa amistad que es libre y que ayuda a liberar. Que une, pero no ata. Que sabe dar y pedir, porque se reconoce limitada. Esa amistad que nos hace sentirnos plenas y plenos de gracia. Y que, si somos capaces de sentirla hacia Dios, porque es sincera, también somos capaces de sentirla hacia las personas que nos rodean. No importa que, por humana, sea limitada.

Se ha escrito mucho sobre María, sobre Jesús y sobre José. Y sobre tantas personas y realidades del Reino. Lo más importante es, quizás, sentirlos: sentir a María, a Jesús, a José y a tantas personas que nos anuncian el Reino, porque el lenguaje más claro es el del amor.

Texto: Javier Bustamante

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