Cuando contemplamos la oración del Magníficat, podemos darnos cuenta de que María, antes de conocer a Jesús, ya era una misionera y una evangelista de lo que siglos después se llamaría el cristianismo.

Después del anuncio que le hiciera el ángel Gabriel, María, como impulsada por el Espíritu Santo, va a visitar a su prima Isabel. Ambas se llenan de alegría por los hijos que esperan, se abrazan y se da en ellas un diálogo, pleno de la presencia de Dios, que llega a nuestros días gracias a los relatos evangélicos. Podemos imaginar que la misma María o Isabel, lo contaría a sus respectivos hijos o a los seguidores y seguidoras de Jesús y años después, al condensarse los relatos evangélicos, quedarían plasmados en palabra escrita para siempre.

Isabel dice a María: “… dichosa la que ha creído que llegará a cumplirse lo que ha sido anunciado de parte del Señor”. Esta es una bienaventuranza proclamada por una mujer hacia la otra. ¡Qué semilla de las enseñanzas de Jesús, tan hermosa! Dichosas y dichosos los que creen… de ellas y de ellos ya es el Reino de los cielos.

Ante esta bienaventuranza, María, la madre de Jesús, proclama su alabanza a Dios:
“Magnifica mi alma al Señor y ha exultado mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque el Señor se ha fijado en la humillación de su esclava”. Podemos apreciar un lenguaje de una mujer sencilla de pueblo, cuya teología es humilde, pero directa, sin rodeos. Y honda, vivencial. Una relación de esclava a Señor, que con el paso del tiempo y de Jesús por su vida, podemos intuir que será una relación de amistad (no os llamo siervos, sino amigos).

María continúa con su alegría: “Pues, ¡mira!, desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque me ha hecho cosas grandes Dios, el Poderoso. Y Santo es su nombre y su amor misericordioso se extiende por generación de generaciones a quienes le temen”. Ese “¡mira!” nos invita a abrir los ojos a las cosas de Dios. María profetiza que ella, en toda su humildad, será felicitada con el paso del tiempo por generaciones de personas. Con lo cual, también profetiza que aquello a lo que está llamado su hijo es una obra que durará mientras el ser humano exista sobre la tierra.

Anticipando otras bienaventuranzas, María dice: “Ha hecho obras potentes con su brazo, ha dispersado a los arrogantes con sus planes. Ha derribado a los soberanos de sus tronos y exaltado a los humillados. A los hambrientos los ha colmado de bienes y a los ricos los ha despedido de vacío. Ha asumido el cuidado de Israel, su siervo, acordándose de su amor misericordioso, como lo había manifestado a nuestros padres, a favor de Abrahán y su descendencia por siempre”. En su alabanza, María recoge todo el sentir de su pueblo judío. Habla de estas “bienaventuranzas” en pasado, como ya cumplidas o cumpliéndose, según las promesas de Yahvé. Jesús lo hará en presente y en futuro, invitando a sus seguidores y seguidoras a encarnar esas bienaventuranzas, no como algo histórico o heredado, sino como algo que se ha de construir y se ha de actualizar y vivir día a día.

Esta alabanza rezuma toda ella dicha, alegría, exultación, felicidad, misericordia, mirada esperanzadora de futuro. Es el más hermoso anuncio del Reino de Dios que sirve de pórtico para el posterior anuncio que proclama Jesús. Como hilo conductor podemos ver la presencia del Espíritu Santo y de Dios Padre.

Retomando la bienaventuranza de Isabel, ¡sintámonos inmensamente dichosos de creer! Escuchemos nuestra creencia: ¿qué nos dice? ¿Cómo nos llena el espíritu el hecho de sabernos hijas e hijos de Dios? ¿Cómo encarnamos la alegría de sabernos existiendo?

Texto: Javier Bustamante
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza

 


 

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