Tradicionalmente, durante la cuaresma se hace reflexión de la pasión de Jesús con el Via Crucis. El camino a la cruz. En él se contemplan las estaciones o momentos que Jesús vive desde que es hecho preso hasta que es bajado de la cruz y puesto en el sepulcro.

Pero el camino de quienes siguen a Jesús no termina en el sepulcro, cuando se cierra la losa y con ella la esperanza y el deseo de seguir todas sus enseñanzas. Por el contrario, es a partir de aquí y de todo lo que viene después, que toma sentido el seguimiento de Jesús, ya que su mensaje se propaga gracias a las personas que le conocieron, ahora asistidas por el Espíritu Santo.

Este camino que parte del sepulcro es conocido como Via Lucis, Camino Pascual o Camino de la Alegría. En dicho camino se contemplan los encuentros de Jesús Resucitado con varias personas. Encuentros que iluminan todo el mensaje cristiano y que llenan de alegría a sus protagonistas.

Uno de los momentos centrales es la Ascensión de Jesús, ya que es de los últimos en que se encuentra con sus amigos y amigas antes de “ir al Padre”. Lucas nos lo narra en pocas palabras en su texto (Lc 24, 46-53). Antes de ascender, Jesús recapitula su itinerario. Y lo hace con tres verbos: pasión, resurrección y anuncio del Reino. El camino del cristiano es éste.

La pasión es fruto del momento histórico, las contradicciones que surgen cuando se viven los valores que Jesús propone y que a menudo son diferentes a los del mundo. La pasión, que quiere decir muerte al modelo que ahoga al ser humano. Después la resurrección, que supone haber transitado la muerte y dar un paso más allá, instalándose en la vida en Cristo. Es decir, la alegría de seguir a Jesús y sentirse unido a Dios. Por último, el anuncio de esta experiencia personal, radical, con la finalidad de que otras personas conozcan a Jesús y puedan hacer su proceso de conversión a la Vida.

A continuación de esta recapitulación, en este mismo pasaje de Lucas, Jesús anuncia por última vez la venida del Espíritu Santo. Habla de él como la Promesa del Padre y también como una fuerza. Tenemos ante nosotros al Dios trinitario: Jesús que habla, el Padre que promete y el Espíritu Santo que es fuerza. El habla de Jesús que es comunicación, humanización de la realidad. Jesús es quien traduce en lenguaje humano (palabras, gestos, signos) las maravillas de la Creación, la bondad y el amor de Dios. El Padre que promete es proveedor de sentido, es presencia eterna e íntima. Y el Espíritu aquí es presentado como fuerza. Pero no cualquier fuerza, sino una fuerza divina, la cual es capaz de conmover, de transformar, de acompañar.

Y la imagen que finalmente nos deja este pasaje evangélico es la Ascensión de Jesús, que tiene lugar fuera de la ciudad, Jerusalén. “Fuera”, como lugar simbólico, potente, de contacto con el mundo natural y sobrenatural. “Fuera” que también quiere decir rompimiento definitivo con las opresiones, liberación. Este des-centrarse tiene que ver con la salida de uno mismo para acceder a Dios. Desde este afuera Jesús, materialmente, abre el cielo y nos lo deja bien abierto. El camino para acceder a él es Jesús mismo.

Después de la Ascensión vemos cómo los discípulos vuelven alegres a Jerusalén y se nos presentan bendiciendo a Dios en el templo, a la espera del Espíritu Santo. Lo cual, precisamente, no se da en el templo, sino fuera de él en otro contexto.

Texto: Javier Bustamante


 

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