Se han multiplicado, afortunadamente, las reflexiones y subsidios que Internet ofrece para vivir a fondo la cincuentena Pascual. Poco a poco la Iglesia va adentrándose en la conciencia de que no basta quedarse en la Cuaresma y en el Vía Crucis para vivir la vida cristiana. Tras ese primer paso indispensable, hace falta seguir adelante, hacer el «máster» o «postgrado» que Jesús ofreció a sus discípulos después de su resurrección, y que varios autores han ido expresando en el «Via Lucis» o «Camino de la Alegría», también en Internet.

Revisando esas hermosas iniciativas, es difícil expresar la hondura de lo que significa para una mujer, incluso hoy en día, acompañar y seguir a Jesucristo contemplando y ahondando en los días de su pasión, muerte y resurrección. Quizá haya quien piense que, ante Cristo, da lo mismo ser mujer que varón. No desearía discutir sobre ello. Digo simplemente que, si ya en forma habitual siento un gran gozo por el hecho de ser mujer, más conmoción aún me da vivirlo en estos días. Intento acercarme y calibrar la inmensa, la profunda sorpresa que debieron experimentar las mujeres que conocieron a Jesús, y que, quizá por primera vez en su vida, eran miradas por un hombre como personas. Fueron tratadas con respeto y con el reconocimiento de una dignidad que ignoraban tener. ¿No era ya ésta causa suficiente para desencadenar un llanto liberador, de consolación y gratitud? Eso en cualquier caso. Pero más aún si eran mujeres maltratadas, consideradas pecadoras; todas fueron acogidas con sencillez y misericordia. Al igual que los varones que quisieron seguir a Jesús, ellas hubieron de morir a sí mismas, convertirse sinceramente, abandonar el pecado y nacer a una nueva forma de ser. Pero ¡quién podía imaginarse que pudieran ser tratadas además como discípulas! Jesús se dirigía a ellas con una interlocución de iguales, que las equiparaba a sus hermanos varones.

Esas discípulas lo siguieron hasta el final. Como los millones de mujeres que aún hoy son tenidas por seres humanos de segunda clase, eran «últimas», consideradas poco más que animales de carga y los soldados les permitieron estar ahí. María, madre de Jesús, María Magdalena y María la de Cleofás, y otras que le habían servido con sus bienes. Todas ellas transidas de dolor, pero también valientes, fuertes y fieles.

¡En Pascua son las primeras en ver a Jesús! El Maestro envía nada menos que a mujeres como testigos privilegiados del acontecimiento más importante de la Historia! Apóstoles de los apóstoles. ¡Qué tarea, qué misión enorme, inexplorada aún, para las mujeres de nuestro tiempo! Una tarea que -lejos de cualquier tentación o lucha por un hipotético poder- requiere humildad, madurez humana, conversión, formación. Pero es, sobre todo, un inmenso don y un voto de confianza del Resucitado para las mujeres. Ser mujer en Pascua es acoger con alegría y con fe intrépida la voz de Cristo vivo; es escuchar y aprender sus mensajes pascuales para ser testigos de su Resurrección ante los Apóstoles de hoy y ante todos nuestros contemporáneos.

Texto: Leticia Soberón
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
 


 

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