«aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. (…) aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande» (Mt 7,24-27) 

El evangelio de Mateo y el de Lucas ponen en boca de Jesús estas palabras para referirse a aquellos que escuchan sus palabras y las ponen en práctica. En el fondo podríamos decir que nos coloca ante los fundamentos de nuestra vida. ¿Sobre qué terreno la queremos construir? ¿Dónde la fundamentamos? ¿Qué la sostiene? 

Fundamentar nuestra vida en las palabras de Jesús equivale a fundamentarla en Dios, sin embargo el texto de Mateo viene precedido por la afirmación de que no todo aquel que le llama Señor entrará en el Reino de los Cielos. O sea, no es suficiente afirmar que nos sostenemos en Dios, como tampoco lo es una mera religiosidad si no va acompañada de una vivencia profunda de nuestra fragilidad que nos abra a experimentar a Dios. De nada serviría afirmar nuestra fe en Dios, si al mismo tiempo actuamos como diocesillos. Esto no sería más que una caricatura de la fe. 

Hasta aquí, nada nuevo. Hace mucho tiempo que teólogos de altura de Karl Rahner afirman “El hombre religioso de mañana será un místico, una persona que ha experimentado algo, o no podrá seguir siendo cristiano”. Rahner incluso llegó a afirmar que “El cristiano de mañana será místico o no será cristiano”. 

Ahora bien, la cuestión es discernir la veracidad de esta experiencia de Dios. Y entiendo por veracidad dos cosas, que por un lado, esta experiencia sea sincera, sentida profundamente, es decir, que sea una experiencia mística, y que por otro nos ponga en relación con el Dios que se revela en la creación, que establece una Alianza con la humanidad y que por Cristo sabemos además, que es Padre amoroso deseoso de nuestra amistad, y no con un Dios construido a nuestra imagen, distorsionado. En otras palabras, experimentar que somos seres creados, y desde nuestra creaturalidad dejarnos amar por Aquel que nos ha creado y amarlo como tal. 

Hay aquí una progresividad, partimos de la aceptación de nuestra realidad y llegamos a amar a Dios. Si el libro de la creación es la primera revelación que tenemos de Dios, aceptarla tal cual es, es el primer paso para aceptar a Dios tal cual es. En cambio, el rechazo de la realidad nos lleva a imágenes desfiguradas de Dios. 

Sin embargo, dado nuestro límite, en realidad, nunca estamos completamente exentos de crearnos una imagen distorsionada de Dios. Pero hay algo que nos puede ayudar, y que, a mi modo de ver, es un paso previo: preguntarnos de qué nos alegramos. O, dicho de otro modo, ¿en qué nivel situamos nuestra alegría, en el del ser, en el del estar, o en el del tener? 

Sería ingenuo pensar que no necesitamos de ciertos bienes para desarrollar dignamente nuestra existencia. Un cierto nivel de bienestar es importante, por ello es lícito que nos alegremos de poseer lo necesario. Pero decíamos que el primer criterio para discernir la veracidad de nuestra experiencia mística era asumirnos como criaturas, por ello hay que llegar a un nivel más profundo, al del ser. 

¿Cómo podemos saber que aceptamos realmente nuestro ser y no tan solo de boquilla? 

La prueba de que aceptamos nuestra condición de seres contingentes es que nos alegremos de ello, de que asumamos el límite en todas sus dimensiones, somática, psicológica, social e incluso espiritualmente y nos alegremos de que sea así. Tenemos que darle un sí rotundo a nuestro ser concreto. No se trata de un sí pero, pues este pero esconde una parte de rechazo de la realidad. 

Si nuestra alegría se construye sobre la roca firme de la alegría de ser, vendrán lluvias, se desbordarán los ríos, soplaran los vientos, pero nuestra alegría no se desmoronará; si por el contrario los fundamentos de nuestra alegría están edificados sobre arena, las inclemencias del tiempo, porque éstas existen verdaderamente, reducirán a ruinas nuestra alegría. 

Preguntémonos sinceramente qué es lo que nos produce alegría, dónde se fundamenta ésta, porque el reverso de la alegría de ser es la alegría en Dios. 

Texto: Gemma Manau 
Fuente: Nuestra Señora de la Paz y la Alegría

 


 

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