Vivimos inmersos en la inmediatez. El siglo XXI ha entrado con una mejora exponencial en las comunicaciones sociales. Es la era de las redes y la comunicación al instante. Sin negar todos los beneficios que supone en nuestro día a día, hemos de prevenirnos de los abusos, pues corremos el riesgo de quedar ahogados en la riada de whatsapp, mails, twitts… Esta inmediatez de las comunicaciones, nos va calando, y sin darnos cuenta nos vamos autoimponiendo la misma inmediatez en responder al alud de mensajes que nos llegan a diario. Lo instantáneo pide respuesta inmediata y corremos dos peligros: la prisa y la dispersión.

Hay tantas cosas a hacer, cuestiones a resolver, asuntos por abordar, personas con las que hablar o visitar, que una acaba el día pensando que con las 24 horas no es suficiente. El tiempo se escapa de las manos, y a medida que van pasando los días, es necesario apretar a fondo el acelerador para llegar a hacer todo lo que hay que hacer.

La prisa y la dispersión son malas compañeras para la relación con Dios. En los Evangelios vemos que Jesús era un hombre de mucha actividad, que se movía mucho y que continuamente hacía cosas. Pero siendo un hombre muy activo, a mi, nunca me ha dado la sensación de impaciencia o atolondramiento. La precipitación, la prisa, el desasosiego no son valores que descubramos en su persona. Jesús, siendo un hombre de actividad trepidante, era capaz de retirarse al monte, y estar a solas con su Padre. Buscaba espacios y tiempos para retirarse y hablar con Aquel que era la fuente del amor.

La vida sosegada, sin prisas, tiene como una fuerza centrípeta que convoca a otros, congrega, aglutina; en cambio, la prisa desprende una fuerza contraria -centrífuga- que desprende a la gente, la aleja, y van quedando como rebotada, tirada al margen del camino. La prisa es una de las grandes tentaciones de nuestro tiempo para ir dejando al margen a aquellos que la sociedad considera una rémora, un obstáculo para seguir avanzando. Pero esta prisa enloquecida que vivimos es un engaño, pues no nos ayuda en ninguna medida a encontrar el camino, ni a vivir ni gozar del camino de la felicidad.

El que va con prisas, acaba yendo solo. Termina por ser un corredor solitario preocupado sólo en llegar a la meta, y tan centrado está en su objetivo -pues la prisa no le deja ni espacio ni tiempo para pensar en nada más-, que cada vez abarca menos, pues de tan solo que se queda, va disminuyendo la capacidad de abarcar tantos asuntos como querría resolver. Y la gente termina por apartarse, pues va dando codazos y empujones a los que encuentra en el camino.

El Reino de Dios avanza al ritmo de las personas, sin prisas, al ritmo de cada uno. Dios respeta nuestros ritmos, y la acción de su Espíritu en nosotros, es enérgica -sí-, pero siempre respetando nuestra libertad y al ritmo de cada uno. La oración, que es ese «dejarse hacer», pide sosiego; pide tiempo para «estar» y dejar que la acción del Espíritu fructifique en nuestro interior. 

Para entrar en oración, es necesario pues, apearnos del tren de la prisa y subirnos al tren del sosiego. Esto no quiere decir que dejemos de hacer todo aquello que tenemos de hacer, pero desde la paz interior y la serenidad. Hemos de pedir al Espíritu Santo que nos envíe más misioneros del sosiego, hombres y mujeres que den testimonio de una vida sosegada y en paz. Porque la paz y la serenidad no son sólo fruto de nuestro esfuerzo, de nuestra voluntad, necesitamos también de la gracia de Dios, de los dones del Espíritu Santo.

Texto: Maria Aguilera
Fuente: Nuestra Señora de la Paz y la Alegría

 


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