En su libro Palabras de la vida interior, Enzo Bianchi dedica un capítulo a la Cruz. Cito una frase que cautivó mi atención: “… al cristiano se le presenta la tentación de ‘vaciar la cruz’…”.

La cruz no tiene sentido sin el amor, como cuando unos padres hacen todo por sus hijos, y unos hijos hacen todo por sus padres. Si no hay amor en ese acto, es como una cruz vacía. Un gesto de aparente generosidad o de entrega, pero que en realidad está hueco. Por cansancio o por cuestiones personales, a veces nuestra actitud podría ser la de esa cruz vacía, pero esto con frecuencia sólo es momentáneo. Porque en el fondo esa cruz está cargada de una gran presencia.

Solemos asociar la cruz a la muerte. La muerte es ese momento de desenlace de la vida o de síntesis que nos ayuda a recapitular nuestra existencia para pasar a otro estado. La muerte nos acompaña siempre. Cada célula nuestra tiene una existencia muy limitada y, por eso, las células del cuerpo se van renovando constantemente. Conservamos un cuerpo y una apariencia, pero la materia de ese cuerpo se está renovando en todo momento. Estas son verdades a las cuales se han llegado gracias a estudios científicos.

En un plano más antropológico y, porqué no trascendental, nuestra existencia es así: en cada momento estamos renovándonos, haciendo procesos de muerte y vida, de vaciamiento y de llenado.

Cada persona, en nuestro recorrido vital, vamos experimentando esas sucesivas muertes cotidianas, con sus renacimientos o resurrecciones respectivas. Pero todo esto no es sino la preparación para esa muerte general que nos da el paso hacia el siguiente estadío de esta vida. Su continuación de manera resucitada.

Alfredo Rubio, en un soneto, escribió: “cada uno tendrá su propia forma de morir”. Y es muy cierto, cada uno tendremos nuestra forma de morir: única, irrepetible e intransferible. Será más o menos dolorosa, sorpresiva, un proceso lento… Nadie lo sabemos. El caso es que cada uno tendrá su propia forma de morir. No la elegida, sino la que nos toque…

Y Jesús tuvo la suya propia, consecuencia de las opciones de vida que fue tomando y de la manera como el contexto social y religioso de su época reaccionaron ante dichas opciones.

Jesús llenó su vida y su muerte del sentido que Él le dio. Jesús llenó su cruz. Le dio volumen. Profundidad. La impregnó del perfume de su existencia. La tiñó con el color de su cuerpo. La hinchó con el aliento de su alma.

Y todas y todos vamos haciendo lo mismo a lo largo de nuestra vida. Sin darnos cuenta la mayor parte del tiempo. La muerte nos acompaña desde el primer instante en que se unen y se multiplican las células que después dan forma a nuestro cuerpo. Desde el segundo cero de nuestra existencia, la muerte es una realidad.

La muerte, que no es más que el límite de nuestro existir. Lo que nos limita, lo que nos da forma (como el límite de nuestra mano o el límite de una casa), el límite que nos contiene (como la piel, para que los órganos no se desparramen).

Pero el límite lo hemos entendido muchas veces como algo que excluye y que separa. Cuando es al contrario, el límite es lo que une dos realidades con entidad propia. Mi piel no me separa de esta silla, me une a ella, me permite convivir con ella siendo yo y siendo la silla cada uno, sin que nos desmembremos, pero sin que seamos ajenos. Nuestros límites nos permiten dialogar.

Si no fuera yo limitado, no dependería de otras personas y, por lo mismo no las necesitaría y viviría aislado en mí mismo. El límite, por donde lo queramos entender, es necesario y beneficioso.

La muerte, como decíamos, pues es un límite. Y, como tal, nos ayuda a dialogar primeramente con nosotras y nosotros mismos. Nos ayuda a dialogar con lo que podemos y no podemos llegar a hacer en esta vida y con nuestras capacidades, es decir, el límite nos vuelve realistas. Y la muerte, cómo no, nos pone un límite. Nos vuelve mortales.

Jesús tuvo su parte mortal, su limitación que acabó moldeada en una cruz, como tantos disidentes de aquella época del imperio romano. Si no, hubiera continuado por mucho tiempo enseñando a vivir el reino de Dios, acompañando a mujeres y hombres en sus procesos de liberación personal, amando y dejándose amar. Pero eso, humanamente, se le terminó.

Hace años, el escritor japonés Shûsaku Endô escribió un libro sobre los mártires de Japón en el siglo XVII. El año pasado, el cineasta Martin Scorsese, lo llevó al cine bajo el mismo título: Silencio. Habla sobre el silencio de Dios. Silencio que acompaña el dolor. A aquellos mártires, tanto cristianos japoneses como misioneros jesuitas, les hacían pisar imágenes religiosas como manera de apostatar para salvar la vida. Había quienes lo hacían y quienes no. Todos fueron mártires…

En esta novela histórica, el autor, en uno de los momentos más cruciales, pone en labios de la imagen que iba a ser pisada, y por consiguiente en labios de Dios, la siguiente frase:

–Písame… Yo he venido al mundo para que vosotros me piséis, he cargado con la cruz para compartir vuestro dolor…

Es fortísima esta afirmación. Jesús no vino a ahorrar los dolores a las personas, sino a compartirlos. Como tampoco vino a vivir la vida de los demás, sino la suya propia y a compartirla con sus contemporáneos.

Ese silencio es el silencio de Dios en el dolor. El Dios que nos comunica Jesús, y al cual nos invita a vivir, no es el Dios que está fuera del tablero moviendo las fichas de la vida o contemplando cómo nos hacemos daño. No. El Dios que vive Jesús, que es Él mismo y que también mora en nosotros, es el Dios que comparte nuestro dolor. El que también se lleva su parte. Pero ese dolor es nuestro, nosotros tenemos que gestionarlo. Si lo vivimos con Dios, se vive de otra manera.

Retomando la idea con que comenzamos, los cristianos tenemos la tentación de vaciar la cruz. Esta tentación también es de vivir las enseñanzas de Jesús sin Jesús, es decir, quedarnos con la letra, con la norma, pero negando la parte humana que la sostiene. Si algo sabe hacer Jesús es ser flexible, amoldarse a cada persona, sacar de ella lo mejor, devolverle la salud y la alegría de vivir.

Una cruz vacía es eso, una vida sin sentido. Un sin-vivir, como solemos decir. No hemos venido a sufrir, hemos venido a vivir. Sufrir es un accidente y también de los accidentes se aprende. Pero no hemos venido a padecer. En todo caso, hay que tener la flexibilidad para encontrar los atisbos de vida y alegría que puedan haber en medio del dolor inevitable. Y al dolor evitable hay que renunciar.

Vaciemos nuestra cruz de lo que no sea vida, de lo que no sea Jesús. Llenémosla de nosotros mismos, de aquello que realmente nos hacer ser y sobre todo ser felices. Jesús llenó su cruz de sí mismo.

Porque cuando soy capaz de ser yo lo más plenamente posible, entonces puedo ser yo para los demás. Entero. No media naranja ni media persona que esconda su otra mitad. Entero.

Entero vivir, entero morir y entero resucitar. Llenemos la cruz de silencio para poder escuchar desde ese silencio cómo nos invita Jesús a andar con Él. Sintámonos libres de corresponderle a ese abrazo que nos ofrece con las manos abiertas en cruz.

Texto: Javier Bustamante Enriquez
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza