Hace ya bastantes años -veinticinco- tuve con mis padres una muy seria conversación, profunda y entrañable. Hice un viaje expresamente para ello y pasé varios días en su casa.

Les dije, emocionadamente, que me alegraba de la decisión que ambos habían tomado sobre mí y sobre mis hermanos. Una decisión que nos afectaba de modo radical y que habían tenido que decidir ellos solos, asumiendo unilateralmente la enorme responsabilidad que conlleva, ya que no pudieron consultarnos, pues entonces nosotros no existíamos. Se trataba, precisamente, de la decisión de hacer existir unos hijos. A mis veinticuatro años les manifesté que sí, que estaba contento de existir, de haber sido engendrado.

Les dije entonces, también, que me daba cuenta de que mi única oportunidad de existir era naciendo de ellos y que, por lo tanto, me alegraba de que fueran exactamente como eran – con sus aspectos positivos y sus defectos- pues si ellos hubieran sido de otro modo, entonces sus vidas se hubieran desarrollado de manera diferente, hubieran tenido otros amigos, les hubieran gustado otras personas, se hubieran casado con otros…: ni mis hermanos ni yo existiríamos. Con una especie de esperada sorpresa, recibieron mi «evaluación» de su arriesgada opción. La agradecieron hondamente.

Estas vacaciones he vuelto a estar de nuevo en su casa, en casa. Los he encontrado mayores, más maduros, más serenos, más acogedores aún si cabe. Y emprendedores y creativos. Esta vez, también les elogié. Pero, más maduro yo también, fui capaz de objetivarles, de hacer un repaso de sus vidas no en cuanto a su relación con nosotros, sus hijos, sino en sí mismos, y de ver en sus existencias, junto a defectos, la enorme cantidad de cualidades, de méritos, de aciertos que encierran, y sobre todo su originalidad e irrepetibilidad. ¡Son ellos! Conocerles y amarles en cuanto personas, independientemente de que sean nuestros progenitores. Comenté luego estos aspectos con mis hermanos y otros familiares. Era como «honrar a los padres».

Ello me ha llevado a pensar que, en general, los padres desean saber ansiosamente -aunque a veces casi ni ellos mismos lo adviertan- si los hijos que engendraron están contentos de existir; y que sólo estos hijos, con su respuesta, pueden satisfacer dicha ansia. Por otro lado, el ser humano, por el mero hecho de existir, de vivir, tiene muchos aspectos positivos que merecen ser observados y no deben quedar en el silencio; la persona humana, por no ser absoluta, necesita ser contemplada. Por eso los padres, como personas, necesitan vitalmente también que alguien opine con verdad y con ternura sobre sus vidas ya adultas; y también para este menester los más aptos son los hijos en los cuales se aúna el cariño y el conocimiento hacia ellos.

Esta honra verdadera y merecida que se les ha de dar, puede luego extenderse a otros. Sería bueno que, en la convivencia humana, unos con otros fuéramos portavoces honestos de la verdad y el bien que hay en la vida de los demás. E l mal de los que nos rodean, tan comúnmente y hasta con ligereza proclamado, es ya sabido y esperado, es propio de la naturaleza humana; no es noticia, y por ello, no merece la pena difundirla. Es mejor, con prudencia, pero con generosidad, «ben-decir», o sea decir bien.

Se ha de honrar a los padres. Se ha de honrar, también, de algún modo, a todo ser, ya que por el mero hecho de existir es digno de ser querido.

Juan Miguel González Feria