
En estas semanas de preparación a la Navidad solemos fijarnos en las experiencias de María y en cómo su manera de vivir el embarazo ilumina nuestra vivencia de esperar y abrirnos a la Gracia de Dios cuando irrumpe en nuestra vida.
Contemplemos también a aquel hombre que fue convocado a una aventura completamente inesperada: acoger y custodiar a María, y juntos proteger y educar al Hijo de Dios.
Notemos que ningún ser humano puede lograr que un hijo suyo esté habitado de tal modo por Dios, que sea Él encarnado. Eso sólo lo puede hacer Dios; ese prodigio sucedió en Jesús de Nazaret. Y un niño que encarna al Verbo de Dios, siendo a la vez plenamente humano, requiere un entorno excepcional, generoso y humilde.
Para esa tarea el Señor quiere asociar a José y a María, con responsabilidades distintas y complementarias, formando con los demás miembros de la amplia familia un ámbito amoroso, lleno de humanidad y de fe, que facilitara su desarrollo y lo preparara para su misión.
Por el anuncio del Ángel, José es convocado igual que María a ser completamente dócil al Espíritu Santo (en eso consiste ser inmaculados), a poner toda su energía, su creatividad y su amor al servicio del niño y de su madre, haciendo realidad en la historia la plenitud del Amor de Dios como nunca se había visto.
Es hermoso contemplar a José y María simplemente como personas, con sus límites, su propio carácter, sus dudas, su sorpresa ante la confianza que se depositaba en ellos. ¿Cómo viviría él la espera del niño?
Tuvo que afrontar y asumir el embarazo de María que, según el Evangelio, no podía atribuirse a José. Decide confiar en Dios y en su prometida cuando le anuncian que ese niño es el esperado por el pueblo de Israel desde hacía siglos y que él está llamado a actuar nada menos que como su padre. ¡Convirtiéndose en com-padre de Yahveh!
¡Qué maravilloso momento sería aquél en que él y María compartieron sus respectivos anuncios y constatan que ambos están llamados a ser familia para Dios! Cuánto hablarían de ese Misterio que sentían en su interior y les unía mucho más allá de cualquier vínculo humano. Cómo buscarían en la Escritura y en los Salmos la luz necesaria para acercarse al Plan de Dios sobre ese niño, esbozado en el Antiguo Testamento y que se hacía realidad en sus propias vidas. Y con qué generosa inconsciencia asumieron su papel paterno y materno, en colaboración estrecha con ese Dios que llenaba sus días.
La disponibilidad de José se manifiesta en acciones muy concretas, diaria y cotidianamente, sin palabras registradas por el Evangelio. Un silencioso y fuerte apoyo para María, con quien realizó un maravilloso trabajo de equipo para proteger al niño de la furia de los poderosos, y para ayudarle a desplegar su humanidad y su misterio al crecer.
En su tiempo el varón era el protector, el responsable del sustento, la cabeza visible de la familia ante la sociedad. Para José, ponerse en función de la madre y el niño supuso entrar en la desconcertante libertad de Dios y ser copartícipe de un plan nuevo, sobre el que no había datos ni mapa. Y dijo “sí”, al igual que su esposa.
Los misterios divinos no son para desentrañarlos o razonarlos, sino para contemplarlos con amor y dejarse transformar por su dinámica. Contemplemos estos días la creatividad eficiente de José, que aceptó un papel de “com-padre” de Dios, haciéndolo con sencillez y sabiduría. Y sigamos su ejemplo.
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