Los santos son imprescindibles en nuestra vida porque despiertan en nosotros nuevas convicciones sobre el modo de acercarse a Dios. Los santos abren senderos que otros pueden seguir. Es más es muy bueno tener amistad con los santos. Tener una especie de intimidad mística con ellos. Tener un santo, una santa, como amigos íntimos. Alguien al que tratamos con familiaridad porque vemos que ha ido por delante de nuestro propio camino, y que nos enseña como transitar por él. Alguien que nos fascina porque cuando nos paramos a pensar en su peripecia vital, acertamos a entender por dónde podemos también nosotros caminar, y alguien que además enciende nuestro deseo de ser un poco más buenos, de ser mejores seguidores de Cristo.
San Juan María Vianney, el cura de Ars, como más se le conoce, es exponente de un tipo de santidad muy sugerente para nuestra época y por tanto resulta especialmente interesante como santo amigo, porque es capaz de inspirar nuestro vivir. Su biografía es la historia de una misión y de una vocación. El cumplimiento de esa misión recibida, se identifica para él con la santidad personal a la que es llamado y que con la ayuda de la gracia consigue asumir. Su santidad es algo esencialmente social, porque de ninguna manera es de propia elección sino docilidad y entrega, hasta la extenuación, al proyecto que Dios tenía sobre él para bien de la Iglesia. En el siglo XIX en que él vivió y realizó la proeza de su vida, frente a la espiritualidad jansenista que aún imperaba en la época, él acertó a interponer un nuevo camino que él mismo formulaba así: santificarse a sí mismo para santificar a los demás.
En su vida fue dejando un rastro de la bondad de Dios que creaba paz y reconciliación. Su alma mística estaba hambrienta de soledad y silencio, pero hasta el último suspiro permaneció anclado a su parroquia y prisionero de la multitud que buscaba mirarse en él. Ya entonces se decía de él que su vida era para todos la predicación por excelencia, porque en su persona resplandecía algo de evangélico.
La vida, en tantos aspectos extraordinaria del cura de Ars, nos ayuda, sin embargo, a no confundir la santidad con lo que es accesorio. Él mismo decía “los santos no son los que nunca cayeron, sino los que siempre se levantaron”. El cura de Ars es santo por su caridad extremada, por su amor entregado a toda persona con una dedicación de predilección a los más necesitados. Servía con humildad al pobre reconociendo en él su derecho a ser atendido en su miseria pero también en su dignidad. Escuchaba en el otro verdaderamente la voz de Dios y consideraba que esa voz igual provenía de lo alto de su experiencia mística como de lo bajo de la existencia humana. Amor a Dios y amor al prójimo estaban hechos para él de una misma experiencia. Es santo por su respuesta heroica y siempre en tensión a la llamada de Dios, siempre atento al servicio entregado y humilde por encima de toda otra consideración.
Convivían en su mundo interno dos tendencias muy fuertes que en un primer momento podrían parece irreconciliables, pero que, sin duda, están en la base de las cimas de su santidad. Por una parte ese impulso de generosidad sin límites hacia las necesidades materiales y espirituales de las personas que se acercaban a él, y por la otra un deseo inmenso de encontrarse con Dios en una vida de soledad y silencio, de separación del mundo y de penitencia; el deseo de entregarse por completo al Dios de la mística, de dejarse seducir por su silencio, que es la forma de su proximidad. La tensión en que vivió todos los años de su vida adulta, producida por estas dos grandes vocaciones, en apariencia divergentes pero las dos generadoras de santidad por un igual, es lo que hacen de él una figura en extremo válida como santo amigo. Esta época nuestra tan dada al activismo, a las prisas por llegar a ninguna parte, y tan dada también a priorizar el placer y la comodidad, encuentra en la santidad del cura de Ars un contrapunto en el que reflexionar.
Es verdad que el entusiasmo y la admiración de sus hagiógrafos, hace que en su biografía se destaquen los aspectos más llamativos de su vida, y que a la sensibilidad y entendimiento actuales parecen exageraciones increíbles, inaceptables, o por lo menos no imitables. Pero yendo a lo hondo de su aventura vital se descubre con emoción “algo” absolutamente válido para aquel momento de la historia, ahora y siempre mientras en este mundo haya criaturas de Dios. Ese “algo” se encuentra precisamente en esa síntesis que con tanto trabajo, pero de forma tan heroica y perfecta, acertó a realizar en su vida entre la mística y el compromiso con la realidad de los hombres y las mujeres que le buscaban. Él que no tuvo deseo más ardiente que el de retirarse a solas para a solas estar con su Dios, aceptó con abnegación no tener más momentos a solas que los que conseguía robar a su sueño y a su escaso descanso.
Al margen de los detalles que nos cuentan sus hagiógrafos, el cura de Ars es un haz de luz potentísima para los cristianos y las cristianas de nuestro tiempo por esta entrega. En los pocos momentos en que conseguía estar a solas con su Dios se puede descubrir también otro aspecto no menos admirable, e igualmente en extremo válido para nosotros. Sabemos porque él mismo lo confió a algunas personas, que su caridad hacia los demás le hacía vivir con tanta intensidad los problemas y sufrimientos que le confiaban, que aquellos momentos de encuentro con Dios y toda su vida se convertían en una pura intercesión. Intercesión que no se identifica con la oración de petición, sino que era un tomar sobre sí el dolor de su mundo y presentarlo ante la bondad y la misericordia de Dios. Intersección que en aquella época se entendía en el sentido de que Dios ha querido asociarnos a sus decisiones y a su tarea en el sostenimiento del mundo, por lo que nos concede intervenir en su providencia y nos tiene en cuenta en sus designios. El cura de Ars sentía como suyas las angustias de las personas que acudían a él y ante Dios hacía de todo ello una ofrenda amorosa hecha de oración y de penitencia. Esa percepción también hoy es válida, y es contrapunto al individualismo tan enraizado en nuestra cultura occidental. La intercesión sería ahora una llamada a incorporar a nuestra vida el valor de la comunión. Recuperar con fuerza que el bien de uno es bien para todos, y por lo mismo que el mal de algunos es mal para mí. El cura de Ars fue un campeón de la intercesión y nos invita a incorporar esta verdad misteriosa, que es Reino de Dios, en nuestro vivir. En el encuentro con Dios, en soledad y silencio, se experimenta el amor divino que se ha de irradiar a los otros, y a la vez se hace propia la realidad del hermano para ponerla ante la misericordia de Dios.
Por último también un “algo” en Juan María Vianney muy apropiado para nosotros. Supo vivir con gran sabiduría interior en unas circunstancias en extremo peligrosas. Le ocurrió algo realmente insólito: sufrió una especie de canonización en vida. Durante treinta años o más, las multitudes que acudían a él lo aclamaban como santo. No solamente por sus virtudes heroicas que despertaban gran admiración en la gente, sino también porque empezaron a atribuirle hechos milagrosos. Él supo mantenerse ajeno a esta fama que se le atribuía, supo mantenerse anclado en su centro que era Dios.
Alcanzó en esto aquel grado heroico que es el supremo esfuerzo de la naturaleza sostenida por la fuerza del Espíritu de Cristo. Permaneció ignorando esta fama que hubiera sido el naufragio de todo lo que Dios esperaba de él. Supo permanecer humilde, paciente, silencioso a solas con su Dios. Todo él escucha permanente hacia la realidad profunda de sus hermanos. Todo él en permanente movimiento de cargar sobre sus pobres hombros la realidad caída del mundo, pero también todo él enteramente abismado en su Dios.
Si se le atribuyen hechos inexplicables, si tuvo las experiencias del éxtasis, si sabía penetrar hasta lo más hondo de los corazones de los que acudían a buscar luz y consuelo en él, todo esto es sobreabundancia y no parte esencial de su verdadera santidad. Su santidad estaba hecha de la síntesis llevada al extremo de mística y servicio entregado. En la experiencia mística él aprendió su infinita pobreza y aprendió lo que es vivir en el resplandor de la Presencia de Dios. Y desde el despojo de sí mismo y la caridad aprendió también a ver en cada persona el rostro de Dios. Es santo porque, sostenido por la gracia, realizó esto hasta las últimas consecuencias. San Juan María Vianney fue nombrado patrón universal de los sacerdotes y del clero en general, pero es sin duda un modelo para todos los cristianos y cristianas.
Decía Bernanos que la Iglesia, más que estar necesitada de reformadores, necesita santos. El cura de Ars es un santo muy necesario para nuestra Iglesia actual por todo lo que él supo hacer y por el camino que deja abierto ante nosotros.
Por Manolita Pedra
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