Amarse es un regalo de Dios. Amarse no se puede hacer sin un don de Dios; por eso hay que celebrar los Sacramentos, por eso hay que vivir el bautismo y la penitencia y alimentarnos en la eucaristía; con nuestras solas fuerzas, no podemos. Pidámosle ayuda a Dios, pero pidámosla bien. No le pidamos a Dios un milagro que Él no nos va a hacer y que, desgraciadamente, lo pedimos muy a menudo: «Dios mío, cámbiame a las personas que viven conmigo para poderlas amar más». Le pedimos a Dios el milagro de que nos cambie, de que nos modifique, a nosotros o al prójimo, como nosotros pensamos que deberíamos de ser, ¡creemos que será entonces cuando amaremos! Eso Dios no lo va hacer; y, además, es un insulto a Dios, quizás de buena intención, pero es una ofensa, porque Dios ama a nuestro hermano, a nuestro vecino, a nuestro cónyuge, a nuestro feligrés, o a nuestro párroco; lo ama así como es; quiere que, así como es, llegue a ser un santo. Dios lo ama así, ¿cómo no le voy a amar yo?
El milagro que hemos de pedir es que, siendo como somos y no de otra manera, así nos amemos. Esto sí que es un milagro, este sí que es el testimonio que tiene que dar la comunidad cristiana: que siendo como somos, limitados, ajados por la vida, arañados por los acontecimientos, retorcidos como un olivo viejo por las circunstancias, por el peso y el trabajo de vivir y de amar, y además pecadores, asoleados o quemados por los acontecimientos, así nos amemos. De esta manera se nota que es Dios y no nosotros el que está haciendo ese amor.
No le pidamos a Dios el milagro de que cambie a los demás para entonces poder amarles; eso es falso porque tampoco así les amaríamos, ni aún modificados nosotros. El auténtico milagro que hay que pedir es que nos amemos tal como somos. Así la gente sí creerá en nosotros; mejor dicho, creerá en Dios que está en nosotros. Si la gente nos ve siendo uno, como Cristo desea, como Cristo lo pidió, la gente creerá que Dios existe. La unidad no es propia del ser humano, la unidad es una participación nada menos que de la vida de la Trinidad, de la vida interna de Dios.
María, mujercita de Nazaret, vivió siendo totalmente una con su Hijo Jesucristo. Ni una desintonía con Él, ni una separación, ni un apartamiento, el más mínimo, nunca. Ni con José. Dócil, con docilidad de espíritu.
Texto: Juan Miguel González Feria
Voz:
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
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