Jesús de Nazareth es un hombre profundamente realista. Sus imágenes y parábolas, tan bellas y directas, tienen el sabor de la experiencia vivida. Se diría, la mayoría de veces, que responden a situaciones cotidianas que el mismo Cristo había vivido a lo largo de los años en su hogar de Nazareth.

Por ejemplo: Jesús compara el Reino de Dios a la levadura que una mujer introduce en tres medidas de harina hasta que todo queda fermentado (Mt 13,33). Es evidente que está explicando algo que ha visto hacer también centenares de veces a su madre, a la «mujer» por excelencia. Amasar el pan con las propias manos es una lección de humildad y de paciencia. Invita a creer en la multiplicación de lo poco. Aquel pequeño prodigio se repetía a menudo en el hogar de Nazareth. Y el pan es el símbolo de todo alimento. María, fiel a esta pequeña espera casera en lo poco, fue también para Jesús, modelo de esperanza constante en lo mucho. Resuenan aquí las palabras de Jesús: «Quien es fiel en lo poco, también lo será en lo mucho».

La víspera de su Pasión, Cristo partió con sus discípulos otro pan, aún no fermentado, como prescribía la Ley. Era un pan que recordaba la salida presurosa de Egipto al inicio del Éxodo. No era, no podía ser como el pan que amasaban en casa.

Él mismo se proclamó entonces pan amasado y partido. Pan entregado y convertido en alimento de vida eterna. Y a la vez debió sentir un profundo agradecimiento hacia Aquella que por la Gracia le había amasado a Él mismo en sus entrañas y le había dorado al fuego del hogar de Nazareth. Al pan ázimo del Antiguo Testamento, María añadió la levadura del Nuevo e hizo que este pan se multiplicase hasta el fin de los tiempos.

Y María que había aprendido primero en casa y después como discípula de Jesús, la lección de la esperanza, supo esperar con clarividencia la hora de la Resurrección.

¡Con qué alegría debió compartir entonces con su Hijo glorioso el pan de la Eucaristía!

Por Jaume Aymar (Barcelona)