Decidirse a escribir algunas líneas sobre santa Clara no es tarea fácil. Fue tal la riqueza humana y espiritual de esta mujer de Asís que aún hoy, ocho siglos después de su nacimiento, continúa motivando e inspirando acciones a sus seguidores y estudiosos.
Especialmente hay un rasgo del vivir evangélico de Clara con sus hermanas que nos gusta subrayar por su ejemplaridad, por ser un claro espejo de vida para nosotros.
¿Cuál fue la luz, el imán que desde San Damián alumbró y atrajo tantas vocaciones y movió tantos corazones femeninos de Asís y de otros lugares a vivir el espíritu franciscano? Sencillamente, la unidad de las personas que habitaban ese convento. Sí, eso fue. Un fruto de la Gracia de Dios y de la libre determinación de unas mujeres a crear un trozo de cielo ya aquí en la tierra. Unidad, tanto allí como si hubieran sido esparcidas por el mundo, que era su original anhelo.
Las primeras raíces de esa unidad que Clara y sus hermanas testimoniaron se encuentran en la profunda amistad de Clara y Francisco. Una amistad que descansaba en otra más alta, en la de un Dios Trinitario. Tanto el poverello Francisco, como su pequeña planta, Clara, habían recibido la misma llamada del Padre a ser hijos suyos; uno y otra respondieron al seguimiento de Cristo, su hermano mayor, y a ambos les inundó el Espíritu Santo de dones y creatividad para su Iglesia.
Las otras raíces de esa unidad, las que cotidianamente decidieron regar para que no se secara ese pequeño pero frondoso árbol que fue San Damián, descansaban en la humildad de cada una de las hermanas y en su trabajo diario por seguir y conseguir -esto es, alcanzar juntas- una triple llamada de Cristo: amarse unas a otras como Él las había amado y como el Padre les amaba; amar a los enemigos, y ser unas como el Padre y Jesús fueron uno. Una llamada con tres pasos progresivos y a la vez complementarios.
¿Y cómo lograron, nos preguntamos, ese triple objetivo? El primero está claro: mirando atentamente, por un lado, con qué amor amó Cristo a sus discípulos, a sus amigos -un amor libre, total, sin límites, entusiasmante…; por otro lado, descubriendo cómo era el amor del Padre hacia su Hijo -un amor confiado, entrañable, lleno de ternura, solícito, misericordioso, paciente…
El segundo, la misma Clara nos lo enseña cuando hubo de recibir a los sarracenos: les amó amándoles con Cristo.
Y el último objetivo lo alcanzaron, a buen seguro, haciendo tres sencillos -a simple vista- ejercicios, como estos: sorprenderse de todo lo bueno que había en cada una de las hermanas; dar gracias a Dios y alabarle con gozo sincero por esos dones que las demás habían recibido de Él, y, por último, procurar hacer propio, carne de su carne, esos carismas que habían descubierto en las otras.
Después de todo esto, bien podemos entender por qué Clara supo expresar poco antes de morir -mejor dicho, de nacer a una nueva vida- lo que para ella había sido una auténtica fiesta: «¡Gracias, Señor, porque me has creado!» Esta es la Fiesta a la que todos estamos invitados: la de la vida en la unidad de Dios Padre.
Por Ester Romero
(Barcelona)
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