Al contemplar de nuevo la fiesta de la Inmaculada Concepción de María volvemos a contemplar despacio este hermoso misterio, que se nos abre sólo si nos acercamos a él con humildad, descalzos de orgullos, despojados de la soberbia de la razón y llenos de amor para asombrarnos de nuevo y gustar más profundamente su significado.
Esta fiesta nos invita a hacer –como aconseja San Ignacio- una “composición de lugar” respecto a la Madre de Jesús y Madre nuestra, introducirnos con el corazón en las escenas que narran los Evangelios para participar en ellas con detalle como si estuviésemos presentes, y sintonizar con María para parecernos más a ella y recibir tantos dones de la gracia que su poderosa intercesión alcanza siempre para el pueblo de Dios.
Muchas veces, al pensar en María como en la mujer que no conoció el pecado, sino que fue completamente dócil al Espíritu Santo en todos los momentos de su existencia, me asalta la intuición de que fue muy feliz. Uno se la imagina como una persona unificada, íntegra, armonizada por dentro, sin el desgarro que provoca la concupiscencia. Impacta pensar cómo habrá amado, sin medida, sin egoísmos, sin posesividades, sin temores, toda ella generosidad y alegría, en primer lugar Jesús y a José, pero no sólo. También al resto de su amplia familia –como eran en aquel tiempo y aún son hoy las familias semíticas-, formada por varias generaciones que viven juntas o muy cerca: abuelos, tíos, cuñados y cuñadas, sobrinos, etc. Cómo miraría a todos y cada uno, cómo jugaría con los niños, amaría a los ancianos, comprendería a los jóvenes en sus descubrimientos y búsquedas.
Creo que todo ello no es mera ficción imaginativa. Sabemos con certeza que María vivía una intensa unidad con Dios Uno y Trino, que de manera única la habitó y la convirtió en primera colaboradora de la Redención. Ella, hija excelsa de Dios Padre, fue la primera “casa” del Salvador y templo del Espíritu Santo. Todo ello debió sin duda ser para ella fuente de un intenso gozo y de una enorme plenitud, incluso cuando se topara con sus propios límites humanos, cuando le asaltaran dudas y perplejidades, cuando se viera traspasada por el dolor ante el sufrimiento de su Hijo. Los Padres de la Iglesia, además de innumerables poetas, pintores, músicos y artistas, han querido acercarse a ese momento, a la noche oscura que fueron las horas de la pasión de Jesús, donde ella siguió siendo, sin embargo, un baluarte de fortaleza, de amor, misericordia y perdón, junto con su Hijo y siguiéndole a él en ese trance, para esperarlo resucitado como lo había prometido.
Podríamos decir que la mirada de María sin pecado es –permítaseme la analogía- “una mirada trinitaria”. Ella ve el mundo con la confianza amorosa que el Padre deposita en su corazón; con la esperanza del Hijo que da la vida por todos, y con la diligencia de caridad con que el Espíritu Santo la impulsa a actuar en todo momento. Ella contempla los acontecimientos de cada día “desde la perspectiva de Dios”, si es que podemos hablar así.
¿Y nosotros, cómo vemos al mundo? Ojalá con realismo y esperanza, como nos lo indican los Obispos de América Latina que se reunieron en Aparecida, Brasil, durante el mes de mayo pasado. Ellos reflexionaron en profundidad sobre la realidad eclesial de nuestros días, y nos han ofrecido un hermoso documento que impulsa a cada bautizado y bautizada a ser “discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en Él tengan vida”. Y justamente la estructura del documento de Aparecida transparenta esa mirada contemplativa y trinitaria que nos ayuda a ser dóciles a lo que Dios mismo desea de nosotros en la hora presente. El Documento tiene tres partes. La primera ve la sociedad y la Iglesia desde los ojos del Padre; la segunda pone a Cristo como medida de toda valoración respecto al mundo y centro de la vida comunitaria; y la tercera nos invita a actuar como testigos, como misioneros en la sociedad, llevados por el Espíritu Santo. Contemplación, vida comunitaria, acción, son los pasos que hemos de dar, conducidos por el Dios trinitario revelado en Cristo. Que María Inmaculada nos ayude a tener ojos limpios y transparentes como los suyos para mirar el mundo.
Por Soledad Núñez de Cáceres
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