[audio:https://hoja.claraesperanza.net/audio/relanzar_esperanza.mp3|titles=Relanzar la esperanza]Audio: Relanzar la esperanza

Pasamos demasiado aprisa ante la belleza. Lo bello de las cosas merece un rato de contemplación. Es como quien visita un gran museo en pocas horas y lo hace con prisa para abarcarlo todo. Sería mejor, quizá, que esa persona se detuviera observando uno de los buenos cuadros o esculturas allí expuestos y, al menos ése, saborearlo de modo suficiente, llegar a disfrutarlo. Una buena obra de arte no se hace en un instante sino a base de bocetos y bocetos, de múltiples pruebas y ensayos y, a veces, a costa de mucho tiempo. La intuición que el artista tuvo y que tardó tiempo en plasmar, no se capta ni se goza en un instante. Hay que dedicarle tiempo para que esa obra le «entre» a uno y para que uno «entre» en ella. Lo mismo ocurre con la música, la cual, por ejemplo, no se escucha de verdad si se pretende oírla mientras se realiza a la vez alguna otra actividad.

Pero el gustar la belleza tiene como dos niveles. Un primer nivel es sentir el placer que produce esa cosa bella, sentir el gozo de sintonizar y de vibrar con ella. En este primer nivel no hace falta que intervenga la razón. Se abandona uno —de modo libre, por supuesto— a esa belleza que se capta. Hay un segundo nivel que es reflexivo. Es el darse cuenta de que, como dice Alfredo Rubio de Castarlenas, «la belleza no puede no tener sentido». Se siente aquí la evidencia de que lo bello no es un absurdo, no es un sin sentido. Y ello da paz, da sosiego. Aquí es donde empieza la reflexión.

La desesperanza, que tanta gente tiene hoy día, proviene muchas veces de no encontrar sentido a lo que se vive. No hallar el «para qué», ni siquiera en un grado mínimo. Recurrir entonces a observar la belleza, es una solución. Y hay una belleza básica que es la que aquí más nos interesa, la belleza del propio existir. El hecho de que exista algo —lo que sea, simplemente «algo»— es motivo de sorpresa. Para la razón humana es más comprensible que no existiera nada a que no que exista algo. ¿Qué es existir algo? ¿Cómo es que existe una nube, la luz del sol o una flor? ¿Qué es estar existiendo? La prisa nos roba la posibilidad de dejarnos empapar de la belleza que nos rodea. Todo lo que existe tiene un punto de belleza precisamente basado en que eso existe, siendo así que podía no haber existido. «Existen realidades feas», se puede objetar. Es cierto, pero siguen teniendo algo de bello que radica precisamente en que existan. Tienen fealdad, es cierto, pero tienen también el atrayente misterio de que son, pudiendo no haber sido jamás.

¿Y la existencia propia? ¿Cómo es que me he formado precisamente «yo», eso que llamamos «yo», que intuimos enseguida que cada persona es un «yo» particular e irrepetible? ¿No constituye una sorpresa el hecho de que exista yo, de que yo sea? Aconsejo al lector que desee relanzar su esperanza —a todos nos es conveniente hacerlo de vez en cuando, como «gimnasia» acostumbrada— que lea o relea el poema titulado «Ser», del citado Alfredo Rubio; su detenida lectura nos hace «tocar fondo» en el ser y resurgir luego con fuerza. En él me emocionan especialmente aquel par de líneas entreguionadas «—nada me falta para ser algo en vez de nada—». Contemplar la belleza de existir —a pesar de la fealdad y las demás limitaciones que ello comporta— nos abre a una esperanza, que es limitada como todo lo humano, pero que nos relanza a la alegría.

Por Juan Miguel González Feria
Voz: Ester Romero
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza


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