Unos amigos se iban a casar recientemente. Mientras la novia se acicalaba, un poco de carmín manchó la manga de su inmaculado vestido blanco. Desolada, lloraba y no quería ver al novio, muerta de la vergüenza de pensar que su precioso vestido tenía una horrible mancha. El novio esperaba impaciente, pero ella no acababa de llegar. Finalmente llegó llorosa, sin atreverse a levantar los ojos. El novio, al saber el motivo de su retraso, sonrió, la cogió tiernamente del brazo, la besó y le preguntó: “¿Es mayor la pena que sientes por esa diminuta mancha que el amor que nos une? ¡Ven, casémonos y celebrémoslo con todos los invitados!”.

Aunque esta historia podría ser cierta, no lo es, me la explicó un amigo diciéndome que es una parábola del amor de Dios por nosotros. Él, que nos ama infinitamente, tiene que estar pacientemente esperando a que nosotros dejemos de lamentarnos por nuestras pequeñas limitaciones y corramos a lanzarnos a sus brazos. ¡Cuántas veces nos estancamos en ese pequeño y recurrente defecto que –creemos- nos separa de Él! Mientras Él espera, nosotros nos recreamos lamentándonos, casi de forma masoquista, de ese pecado insistente, que nos hace caer una y otra vez, siempre el mismo. Levantar la mirada, levantarla hasta cruzarnos con los ojos de Aquél que tiene un vestido tan inmaculado que aunque el nuestro sea blanco, a su lado siempre parecerá viejo y descolorido; eso es lo que deberíamos hacer. Cuanto menos nos miremos a nosotros y más le miremos a Él, más contentos estaremos y cada nueva caída será una nueva posibilidad de levantarnos y recomenzar de nuevo, con alegría.

No vale la pena compararse con Él, y como digo, tirarnos a sus brazos, como esos niños pequeños que, después de estar jugando con barro en el suelo, se levantan al oír la voz de su madre y, corriendo, sin pensar si están sucios o no, se lanzan a su regazo. Por eso el Reino es de los que son como ellos.

Por Mónica Moyano