Barcelona, en uno de esos días en que parece que todos están en la calle y que el mundo está a punto de acabarse. Desde el autobús en que viajo, participo del movimiento de gente arriba y abajo, y me llega la sensación de tensión que transpira el ambiente porque todos tienen prisa por hacer lo que han previsto. Da la impresión de que unos nos molestamos a los otros, porque todos somos potenciales obstáculos para el éxito de nuestros objetivos.

Me disgusta esta sensación y no quiero dejarme contagiar por el ambiente, así que intento mantener una mirada contemplativa para acercarme a esta realidad que no me es del todo propia, pero tampoco me es, ni mucho menos, del todo ajena. Y así recupero la consciencia de que, detrás de cada uno de estos pasos apresurados, hay un mundo de relaciones y afectos; detrás de los gestos nerviosos hay prioridades que –bien o mal identificadas- forman parte del diseño de un proyecto de vida, tanto si es consciente como si no lo es. Las respiraciones agitadas y superficiales de los que ahora corren, provienen del aliento cotidiano que sustenta el día a día.

En estas estoy cuando llego al cruce con la avenida Diagonal. El autobús sube por una de las muchas calles que la atraviesan. En dos segundos se produce un instante de verdad. Descubro una niña pegada a la ventana de un coche que quería atravesar la calle y ahora queda detenido por el semáforo abierto a los peatones. No debe contar con más de ocho o nueve años, aunque no tengo mucho tiempo para verla. Con la mano está saludando a todos y a nadie. Hay mucha gente cerca: los que atraviesan la calle caminando, los coches que van en la misma dirección, los que nos cruzamos con ellos… Pero parece que en medio de la multitud nadie es capaz de ver a esta personita que, ajena a las prisas, hace un juego de la situación. Su gesto espera claramente la respuesta de alguien, es un regalo abierto a quien quiera recibirlo. No tiene destinatario prefijado; es un gesto lleno de confianza en los otros.

Yo noto cómo la mano se mueve a derecha e izquierda con cierta inercia; así que pienso que hace rato lo intenta y no recibe ninguna respuesta. Y a pesar de que no estoy en un ángulo de visión cómodo, de pronto su mirada se encuentra con la mía. Instintivamente mi mano se levanta para saludarla y ella hace un respingo, le vuelve la fuerza a la mano y abre una sonrisa de sorpresa y satisfacción: ¡alguien la ha visto y ha respondido a su confianza! ¡Alguien quiere recibir su regalo! ¡Alguien la reconoce como interlocutora…! No sé cuánto duró ese momento, no sé si lo explicó a sus compañeros de vehículo… El autobús en que yo viajaba sólo atravesaba la Diagonal, donde ella estaba detenida, y seguía el recorrido marcado.

Sí: sólo dos segundos y, en ellos, una eternidad entera. Una eternidad de verdad, de la que los seres humanos somos —en la medida que podemos ser— unos para los otros. La verdad concreta que habla en dos miradas que se encuentran fortuitamente. O quizás no tan fortuitamente, porque, de hecho, las dos desean encontrar a los otros, sean quienes sean, y comunicarse alegría por el hecho de estar vivos. Confianza en la mutua acogida y respuesta, esperanza en el mundo compartido, incluso cuando parezca perdido en la dispersión y los intereses particularistas.

Eso no es cosa de película: es la pequeña e inmensa vida cotidiana que en este instante late dentro suyo y a su alrededor. Abran los ojos porque, tal vez hoy, les regalen en una sonrisa toda la esperanza del mundo.

Texto:  Natàlia Plá
Voz:  Javier Bustamante
Música:  Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción:  Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza

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Audio: Cruce miradas