Por Maria Bori. Un hombre sabio me dijo en una ocasión: “Para ser fieles a Nuestro Señor no es necesario hacer sacrificios extraordinarios”. La vida anclada en el amor se encarga de cumplir esa máxima. Madres, padres, amigos, entregan la vida a sus seres queridos por amor, y podríamos decir que en ocasiones ha sido “sacrificado” hacerlo. Recordemos cuando un ser querido ha estado enfermo o sin rumbo claro… ¡los desvelos que nos ha llevado!
El Obispo de Roma, en uno de sus mensaje de cuaresma nos decía sobre la Misericordia que “en la tradición profética, en su etimología, la misericordia está estrechamente vinculada, precisamente con las entrañas maternas (rahamim) y con una bondad generosa, fiel y compasiva (hesed) que se tiene en el seno de las relaciones conyugales y parentales”.
Una mujer embarazada, es la primera casa del ser que habita en sus entrañas y desde ahí entrega a ese ser todo lo que requiere hasta una nueva forma de vida. Esa mujer tiene la esperanza cierta de dar nueva vida a la que late en su interior. Esa carne de su carne será otro ser con vida propia, criterios y formas de actuar independientes. En ocasiones será un extraño que desconocerá en su forma de vivir y relacionarse. Aun así, sentirá que proviene de sus entrañas, lo amará desde lo más hondo de su ser y su trato siempre será misericorde con él, porque la ha habitado y ella desde su corporeidad lo ha acogido sin conocerlo, lo ha amado por el hecho de existir. La mujer, siendo madre, desarrolla completamente el arte de la caseidad.
Misericordae vultus nos señala que “la misericordia es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida”. Cada vez cuesta más encontrar espacios en los que poder mirarnos a los ojos sinceramente. Se requiere un ambiente propicio para ello. Espacios acogedores, cálidos, en los que uno se sienta ser uno mismo en su completez. Mirarse a los ojos es entrar en lo más íntimo de uno mismo en relación al otro. Es atreverse a entrar en la casa del otro en ese espacio que uno mismo habita. Quizás deberíamos practicar ese acogernos unos a otros en nuestras propias casas, para llegar a hacerlo en el ser del otro. Quizás las casas y el arte de la caseidad nos invita a ser más misericordes, siguiendo ese carisma de la mujer-madre que ama desde las entrañas.
El Papa, hace unos años, nos invitaba a hacer vida la misericordia. Nos dicen que “la misericordia es la vía que une a Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados no obstante el límite de nuestro pecado”, texto que relaciono con esa oración eucarística que invita al perdón misericordioso del Padre: “Señor yo no soy digna de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme”. La vida desde la misericordia debe ser aceptada también por aquel que la requiere. Dejarse amar, pedir, abandonarse en el otro, sentirse como en casa, propiciará que se puedan llevar a cabo las obras de misericordia.
Qué gran esperanza para el mundo propiciar espacios y tiempos de ser unos con otros misericordes, para que sepamos dar y recibir, para que el cuido de unos con los otros posibilite un mundo en el que se dé de comer al hambriento, se dé de beber al sediento, se dé posada al necesitado, se vista al desnudo, se visite a los enfermos y se socorra a los presos. Y que asimismo nos demos tiempo de enterrar a los muertos, enseñar a los que no saben, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que está en error, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos de los demás y rogar a Dios por vivos y difuntos.
Una sociedad que posibilite el marco necesario para actuar desde la misericordia es esperanza de una sociedad verdaderamente solidaria en la que se pueda confiar en el otro cuando uno palpa su ser limitado. Una sociedad en que seamos casa unos de otros, en que seamos unos hijos de otros y viceversa.
Texto: Maria Bori
Fuente: Nuestra Señora de la Paz y la Alegría (http://pliegotante.blogspot.com/search?q=Bori)
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