Algunos sociólogos y estudiosos de estos temas afirman que el siglo en el que hemos entrado es el siglo de la mujer.

En el ámbito de la fe cristiana también va a ser así, sin ninguna duda. Pero el hecho de tenernos que plantear el tema de la promoción de la mujer en la Iglesia, es ya síntoma de una situación altamente insatisfactoria. Y el hecho de que las voces que ahora urgen a que se realicen cambios en este sentido, sean cada vez más numerosas y más vigorosas de lo que han sido en el pasado, nos dejan ver que esta cuestión se ha hecho ya candente.

Pero esa promoción no puede verse como una postura feminista, sino como una cuestión de fidelidad al Evangelio y de la búsqueda de la praxis de Jesús que, en su vida y en sus enseñanzas, dejó bien claro la consideración de igualdad en la que tuvo a sus compañeros de misión, los discípulos y discípulas. Así es éste un tema abierto en el interior de la Iglesia, en el que hay que pensar mucho y bien. Hay que pensar, además, de forma nueva con creatividad e imaginación, para no quedar estérilmente estancados en lo de siempre.

En este aspecto hay que destacar unos pocos temas esenciales a considerar.

En primer lugar una cuestión antropológica: Hasta el momento actual, cuando se ha hablado de promoción, las mujeres se han sentido en la situación del que ha de ser promovido y, por lo tanto, que puede también ser rechazado. Por otra parte, cuando se habla de función complementaria de la mujer respecto del hombre, de complementariedad de los dos sexos, se da por supuesta una subordinación ontológica de la mujer respecto al hombre (“…no es bueno que el hombre esté solo…”, “detrás de cada gran hombre hay una buena mujer” ), con lo que se apunta la idea de que la mujer ha sido creada en función y servicio del hombre. Por otra parte, si ha podido la mujer ejercer alguna función intraeclesial, ha sido siempre una autoridad masculina la que decide lo que puede o no puede hacer.

Ahora ha habido una maduración histórica en que la mujer ha adquirido una autoconciencia que no tenía anteriormente. La nueva generación de mujeres que esta época está trayendo, quiere pensarse a sí misma, no ser ya pensada por el varón. Las mujeres quieren reflexionar sobre sí mismas y alcanzar su plena autonomía. En cierto modo quieren dejar de estar protegidas y tuteladas, aunque esto represente experimentar la tensión psíquica que comporta el riesgo de vivir. Quieren correr ese riesgo en total comunión con el varón, lado a lado.

En segundo y tercer lugar, dos cuestiones teológicas de capital importancia para el enfoque de la mayoría de edad de la mujer en los ámbitos eclesiales. Son dos temas en los que hay que profundizar valientemente y sin prejuicios: El tratado de la Trinidad y los textos del Génesis sobre la Creación y los de la introducción del mal en el mundo.

En el Génesis se nos dice que Dios creó al ser humano como semejanza suya y que, a imagen suya, los creó hombre y mujer. Así que, sólo una imagen masculina y femenina de Dios, que integre la plenitud de la humanidad, puede servir adecuadamente como símbolo de la divinidad. Es pues la mujer tan representativa como el hombre, en cuanto a imagen y semblanza de Dios, y mientras lo femenino no sea acogido en el lenguaje sobre Dios y en las imágenes de la divinidad, no podrá desanudarse la cuestión femenina. Hay en este relato una igualdad original entre el hombre y la mujer que no puede seguir ignorándose. Es más, hay también en estos relatos una responsabilidad recíproca y mutua en la introducción del mal en la historia de la humanidad, que ha sido siempre tergiversada. Los relatos del principio son mitológicos, y es preciso saber que la descripción tan detallada y llena de pormenores que hacen estos relatos, debe verse totalmente encuadrada en el género mítico, que era el único lenguaje del que disponían aquellas culturas para expresar lo que intentan explicar.

La Trinidad es el lugar teológico desde el que es necesario profundizar con una mirada nueva. Es preciso superar una imagen de la Trinidad marcadamente masculina a nivel simbólico. Y esto no sólo como una cuestión lingüística. Si el relato del Génesis nos dice que el hombre y la mujer, lo masculino y lo femenino, son creados por Dios a imagen y semblanza suya, no se puede atar lo divino a un solo género. Sabemos que Dios está siempre más allá de cualquier imagen, pero si, por analogía, queremos representarnos algo de lo que Dios es, no podemos pensarlo y hablar de Dios bajo la imagen de un solo género. Haciéndolo así estamos haciendo un reduccionismo que hay que superar.

En la imaginación cristiana siempre la Trinidad de Dios ha sido pensada en categorías de masculinidad, por lo menos por lo que hace referencia a las dos primeras Personas. La liturgia, la catequesis y la teología han mantenida estas categorías ininterrumpidamente en el correr de los tiempos, apuntando así a una masculinidad divina esencial que excluye a la mujer como imagen de Dios. Nuestro lenguaje sobre la Trinidad de Dios lo que quiere decir es que Dios es como una triplicidad de relación. Pero las imágenes masculinas de padre e hijo son las que han prosperado en la creencia cristiana, quedando la tercera Persona en una especie de limbo. Esto ha llevado a instalar la masculinidad como propiedad esencial de Dios, dejando lo femenino en el rol de lo dependiente y subordinado, y lo que es peor, para nada adecuado en la analogía sobre Dios.

Como conclusión es preciso decir que hay ahora una certeza ineludible de que la estructura patriarcal en la sociedad y en las Iglesias, no ha sido querida ni es querida por Dios. Y aunque es vedad que el camino hacia lo recto y justo debe hacerse con prudencia, y siempre avanzando paso a paso, es necesario también ser fuertes en el sentido paulino, o sea, hay que ser de aquellos que han alcanzado la libertad de Cristo. Si nos da miedo ser libres, estaremos impidiendo la santidad de la Iglesia. Hay que afirmar también que las dificultades principales que se oponen a un cambio decidido en la búsqueda de más verdad, se deben al temor de perturbar equilibrios seculares, con consecuencias imprevisibles, pero esto no puede hacernos cerrar los ojos a la luz.

Y todo esto no es un problema solamente de mujeres, sino que concierne también a la fidelidad a las enseñanzas del maestro Jesús y a la auto comprensión de toda la Iglesia. Es una cuestión de identidad.

Texto: Manolita Pedra (julio de 2010)

Fuente: Hoja Nuestra Señora de la Paz y la Alegría

 


 

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