Cuando en una ocasión, hace muchos años atrás, me preguntaron qué quería ser yo en la vida, a qué aspiraba, contesté: “quiero ser santa”. Después de decir esto, me sonrojé enormemente pues sentí que quién era yo para pretender algo de estas características. Más aún, cuando sentía y siento constantemente mi límite y mi pecado. Por otro lado, ¿qué habrían pensado los que escucharon mi deseo? Quizás se llevaron una imagen de una persona vanidosa con aspiraciones grandilocuentes y fuera de la realidad. Después de esto nunca más me atreví a expresar verbalmente mi aspiración más profunda… aunque seguía bullendo en mi interior. Un día, le oí decir a Alfredo Rubio de Castarlenas que la santidad no es una especie de regalo que nosotros le ofrendamos a Dios, sino que la santidad es resarcir a Dios del daño que le ha causado nuestra ofensa y, a la vez, resarcir al prójimo del daño que causan nuestros pecados. O sea, la santidad ¡es resarcir! Concebir la santidad como un resarcir, nos salva de la vanidad y nos vuelve más humildes.

¿Qué implica resarcir, cómo se hace? Resarcir es hacer la voluntad de Dios y su voluntad es que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado.

Resarcir más con obras que con palabras. Y, más que obras, el amor que se pone en ellas, pues, como afirmaba santa Teresa de Jesús: “Que el Señor no mira tanto la grandeza de las obras, como el amor con que se hacen…” (Las Moradas, Santa Teresa de Avila). O, como decía Alfredo Rubio, no se trata tanto de hacer cosas con amor, sino ser amor que hace cosas.

Para ello, hay que abrirse al Espíritu Santificador, que desciende cuando deseamos en verdad que nuestra voluntad sea una con la voluntad del Padre. Para que el Paráclito venga y actúe es necesario primero pasar por el calvario, decir no al mal y hacer un proceso gradual de humildad. La humildad es condición para que podamos estar abiertos a los dones del Espíritu Santo. Esta progresividad en la humildad no es un ascender, sino más bien un descender, como ya señalaba San Benito describiendo los doce grados de humildad. O Alfredo Rubio en su profundo escrito “A nivel del campo, la hierba y su raíz”, en el cual nombra diez grados de humildad. Ambos se refieren a una espiritualidad desde abajo, que eleva a Dios descendiendo a las profundidades del hombre. También Santa Teresa, en su Libro de la Vida, afirma que “este edificio todo va fundado en humildad, mientras más llegados a Dios, más adelante ha de ir esta virtud, y si no, va todo perdido. Y parece algún género de soberbia querer nosotros subir a más…”. Por su parte, Santa Clara de Asís, desde un principio se aplicó a levantar el edificio de todas las virtudes sobre la base de la santa humildad.

Pareciera, pues, que la humildad es la puerta por la que entran los dones del Espíritu Santo para ayudarnos en nuestra misión de resarcir a Dios y al prójimo. Ser “ayudadores” de Dios en la tarea de ajardinar el mundo, de irlo convirtiendo en el Paraíso que Él soñó para la humanidad. Este concepto de ser ayudadores de Dios, es algo que tanto Teresita de Lisieux, Antonia de Oviedo (se llamaba a sí misma ‘coadjutora de Dios’) o Etty Hillesum ya vivían. Etty Hillesum, estando en el campo de concentración, sentía que «si Dios cesa de ayudarme, seré yo quien tenga que ayudar a Dios»… Este «ayudar a Dios» lo repite una y otra vez y es fundamental en sus escritos.

Quizás esto nos pueda acercar a una imagen de Dios más menesteroso, en el sentido, de que Él también anhela nuestro amor, nuestra amistad, nuestra ayuda.

Y, probablemente, la mejor manera de resarcirle sea precisamente estando contentos de la existencia que Él nos ha regalado, haciendo de ella un canto permanente de alabanza como el de Santa Clara: “Alabado seas Señor, porque me has creado”. Ya que, resarcir es decirle también que lo que Él ha hecho está bien, todo está bien, la creación es una maravilla, el universo, su mayor obra de arte. Y, no sólo diciéndolo, sino viviendo de acuerdo a ello. Eso significa vivir con alegría, ser pacificadores, de fe intrépida, portadores de esperanza y llamas de caridad.

Texto: Lourdes Flavià Forcada
Fuente: Nuestra Señora de la Paz y la Alegría

 


 

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