¿Qué se puede hacer desde el ángulo educativo para tener mayor respeto por todo lo que está existiendo? La filósofa Hannah Arendt dice que observa en no pocas personas una cierta tendencia a rechazar todo lo que les viene dado, incluso —apostilla ella— la propia existencia. Quizá aquí podemos encontrar uno de los principios de por qué hay un desapego en las personas que no conservan, no cuidan e incluso maltratan y hasta arruinan las cosas, los objetos que les sirven de ayuda, las propiedades, obras de arte, etc. La palabra arruinar viene de ruin: ¿hay una cierta ruindad en no querer conservar aquello que tiene un valor o una utilidad?

El realismo existencial —esa nueva actitud vital— hace una apuesta por lo que realmente existe: lo existente realmente. Las cosas, los acontecimientos podrían haber sido de otra manera pero son como son u ocurrieron como de hecho acontecieron. No estamos en un mundo filosófico en el que se habla solamente de esencias sino de cosas que existen. Las cosas existen y existen en el tiempo. El realismo existencial subraya que nosotros, las personas —lo más importante que puede existir—, podríamos no haber existido; bastaba que nuestros padres nunca se hubieran conocido, por ejemplo; o sea, las personas somos únicas e irrepetibles y además podríamos no haber existido. Entonces, si continuamos existiendo quiere decir que estamos contentos de existir porque, si no, nos hubiéramos suicidado. Estamos contentos de ser como somos, incluso limitados, como también lo son nuestras obras.

Algunas veces tenemos la ilusión de producir obras que no se deterioraran, a las que no les pasara el tiempo. Pero hasta los materiales de construcción más resistentes tienen un límite, se estropean.

El punto de desarrollo en relación al tema de crear y conservar se encuentra en las personas, qué es engendrar y qué es educar, una maternidad y paternidad responsables; de ahí se pasa a la cultura, a los edificios, etc.

Buscando alguna explicación más, en el plano educativo, de por qué estamos poco acostumbrados a cuidar las cosas, veríamos que esto puede venir de la época en que éramos pequeños. Los varones especialmente, cuando la madre estaba dedicada casi por completo al trabajo casero, podíamos salir de casa, ir al trabajo, estudiar, y no interveníamos en el cuido del hogar. Sin querer, se nos hizo pensar y habituarnos a que nuestro cuerpo no generaba trabajo: lavar la ropa, plancharla, hacer la comida, fregar los platos… los varones no tuvimos que hacer todo esto. Un amigo me decía: «Yo quiero trabajar en los trabajos de mi padre pero también en los de mi madre; porque el trabajo que realizan, en general, nuestros padres se ve, quedan los resultados; en cambio el trabajo de las madres, en la mayoría de casos se parece a castillos de arena que pasan las olas del mar en la playa y no queda nada: ella prepara todo con mimo y después de pasar “la ola” familiar, queda ropa sucia, mondas de fruta y desperdicios de comida, etc.»

No hemos aprendido que somos corporales y que el cuerpo genera trabajo. No hemos cuidado nuestra ‘guarida’, creemos que somos una especie de seres angélicos que podemos trabajar, producir, y no nos hemos cuidado de los desechos que generamos. Una mayor concienciación sería el realismo: no somos fantasmas que no pesan y que no comen y que no deterioran las cosas; trabajamos, generamos desechos, contaminamos. Desde las escuelas hay que rehacer en las personas una conciencia del cuidado prudente de las cosas que, muchas veces, tanto costó hacer y costaría rehacer si se estropean.

Texto: Juan Miguel González-Feria