Vi una escena harto escalofriante en una película. Del mundo sajón, por supuesto.   Era una pandilla de motoristas encuerados (no desnudos, sino cubiertos de las negras pieles bien ceñidas de sus pantalones y chaquetones). Tenían un cierto aire de extraterrestres con sus grandes cascos encasquetados llenos de reflejos metálicos. Salían a correr, con sus motos, enfebrecidas carreras (¿será otra rara fiebre del sábado?) En una curva –a esas velocidades todas las curvas son peligrosas– uno de ellos perdió el control y saltó al vacío desde un alto acantilado. Los demás, de soslayo, vieron el «percance». Pero ni siquiera aminoraron la velocidad. Siguieron. ¿Para que iban a detenerse? Seguro que el estrellamiento contra las rocas del suelo, habría sido mortal. Y tenían prisa. Para llegar, aunque no fuera a ninguna parte concreta. Acaso sólo a cualquier sitio desde el que poder regresar. Y también cabría que se preguntaran: ¿por qué hay que volver? Y exactamente, ¿a dónde?

Me escalofría, repito, tanta inhumanidad. Tanto deterioro de la condición humana que no tiene ni energía para reaccionar, ni tiempo para detenerse a llorar por el amigo.    ¿O es que también se evaporó del corazón de aquellos jóvenes-viejos el rocío de la amistad?

Pero…, al socaire del recuerdo de esta película me he dado cuenta de que no sólo es anécdota, sino también paradigma de nuestra sociedad toda.

Las necrologías diarias de los periódicos que solemos leer, no son merecedoras ni de las más leve caricia de nuestros ojos, que tantas veces, tan paradójicamente, damos a los titulares de vanas noticias. Si nos comunican por teléfono la muerte de un conocido, apenas arrancarán de nuestros labios unas breves palabras inconexas de duelo y cortamos lo antes posible la comunicación.  Al fin y al cabo, es natural que los otros se mueran de una cosa u otra, antes o después. ¿Y por qué nos lo tienen que decir?, ¿Por qué nos obligan a mirar? Tenemos prisa, siempre tenemos prisa. Nos falta tiempo para tantas cosas que tenemos, que queremos, que ambicionamos hacer. ¡Nos causa horror tener que ir a unas largas exequias religiosas o aunque sea un breve entierro civil! Si el muerto no nos necesita ya que es seguro que fue mortal el salto que dio desde la vida.

En el fondo, cínicamente y a la vez hipócritamente, todos somos motoristas enfebrecidos, bien defendida nuestra cabeza de inútiles pensamientos y bien envuelto en pieles negras nuestro corazón cotidiano.

Antes no era tanto así. Había tiempo para casi todo. Lo había también para detenerse, para descansar, para contemplar. Lo había también para dedicarlo a los muertos. Amortajarlos con una caricia. Acompañarles en su última andadura como hablando con ellos y, junto con una paletada de tierra, dejar caer sobre sus tumbas al menos una lágrima o una nostálgica sonrisa amiga.

Por Alfredo Rubio de Castarlenas

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