Hace unas semanas estuve peregrinando por los caminos que llevan a Santiago de Compostela y, ya bastante avanzado el recorrido, me encontré un matrimonio con el cual se dio una interesante conversación. La verdad es que, cuando uno está de vacaciones o en un espacio diferente al habitual y no es por obligación, las relaciones con la gente que conoces son muy diferentes a las habituales. Son encuentros gratuitos, en los que compartes aquello que surge en el momento sin esperar nada a cambio.
Pues bien, con este matrimonio comentábamos precisamente esto: ¡qué complicadas son las relaciones cuando nos dejamos llevar por los intereses personales y qué entrañables pueden llegar a ser cuando nacen desde la gratuidad!
Esta pareja, de avanzada edad, no era la primera vez que se ponían en camino y constataban, después de contemplar y compartir con quien se habían ido encontrando, que el ser humano necesita urgentemente aprender a establecer lazos fuera del paradigma mercantil, al margen de la oferta y la demanda, donde todo tiene un precio y de todo se espera un resultado rentable.
En nuestra sociedad estamos acostumbrados a dar, como mucho, a cambio de recibir al menos tanto como hemos dado, pero en las relaciones personales esto no funciona así; si bien no en aquellas que llamamos de amistad y sobre las cuales vamos apoyando el devenir de nuestra vida. Los vínculos humanos no están ceñidos a un contrato, ni pueden existir en función de un juego de rol en el que se crean situaciones ficticias a través de las cuales se puede llegar a manipular las acciones de los personajes.
Los lazos afectivos que tanto anhelamos, y que a veces no somos capaces de establecer, necesitan de unos pilares sólidos como lo es, por ejemplo, el de la gratuidad. Todo lo que nace a cambio de nada está exento de exigencias y de egoísmos, y tiene la fuerza suficiente para dar sentido a las dificultades que se vayan interponiendo en la construcción de estos lazos. Pero para ser gratuito con los otros hay que estar contento con uno mismo.
A menudo -paseando, en el metro o entre los compañeros del trabajo- percibimos rostros descontentos, miradas asustadas o posturas que reflejan desencanto o indiferencia ante la propia vida. La muerte, una enfermedad, una crisis o aquello más profundo de la persona que a veces ni uno mismo se atreve a mirar, hacen surgir en el ser humano sentimientos que son difíciles de gestionar y transformar. Pero estos no pueden ser la base de las relaciones. Si fuera así, probablemente acabaríamos exigiendo al otro aquello que nosotros necesitamos y la amistad quedaría atrofiada.
Estar contento con uno mismo implica aceptar la propia vida como un don y alegrarse, ¿o es que quizás sería mejor no haberlo recibido? ¡Cuántas cosas nos habríamos perdido! Si queremos hacer un balance es importante que primero hagamos consciencia del regalo que tenemos en las manos. Después, y sólo después, podremos poner sobre la balanza todo aquello que nos hace sufrir y todo aquello que nos llena de gozo y seguramente obtendremos un buen resultado. Si es desde esta tesitura desde la cual establecemos las relaciones con los otros, el entramado humano dentro de las familias, entre los vecinos, en las empresas, y en la sociedad en general será mucho más fuerte y rico.
De hecho, si nos paramos a pensar, seguro que conocemos muchas instituciones que funcionan, con muy buenos resultados, gracias a la entrega gratuita y voluntaria de centenares de personas. Si proyectas a favor de los más necesitados como son la lucha contra la violencia intrafamiliar, la acogida a los inmigrantes, el acompañamiento a la gente mayor o el apoyo a un pueblo después de un desastre climatológico se pueden llevar a cabo así no dudamos que las relaciones más personales también se verán gratamente beneficiadas si en la base somos capaces de poner una buena dosis de gratuidad.
Por Marta Miquel Grau
Voz: Javier Bustamante Enriquez
Música: Manuel Soler, con arreglos e interpretación de Josué Morales
Producción: Hoja Nuestra Señora de la Claraesperanza
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