De María de Nazaret tenemos pocas referencias históricas. Los evangelios no ofrecen en ningún momento una biografía de María, género que en aquella época era completamente desconocido. Sí, en cambio, la hacen aparecer en momentos clave que nos permiten descubrirla con misteriosa intensidad, tanto en su aspecto humano como en su valor religioso y espiritual. Son pocos estos momentos, muy sobrios esos relatos, pero de una gran densidad teológica.

Las noticias que los evangelios nos dan sobre María nos la presentan como el prototipo del hombre y de la mujer creyentes, no sólo como modelo para las mujeres, sino también como paradigma para todos, hombres y mujeres. Nos la presentan como una persona, la persona, que ha vivido una experiencia de Dios totalizante. Toda su vida es vivida en clave de Dios. Nos la presentan como la persona que hace la más completa experiencia de la fuerza y la ternura de Dios; como la que experimenta desde todo su ser  la bondad y la misericordia de Dios, pero también toda la exigencia de su amor.

Hay en los relatos evangélicos unas escenas clave que nos dejan ver a María con una luminosidad incuestionable.

En primer lugar, el evangelio de Lucas nos la muestra en el de laanunciación (1, 38). Las actitudes fundamentales no se improvisan. Este Sí, que es el sí al proyecto de Dios sobre su vida, hace pensar que toda ella es un sí a Dios: en su vida anterior, en el momento de recibir el anuncio, luego a lo largo de toda su vida, tan difícil, hasta el final. Toda ella es un Sí. La autenticidad de este Sí es el eje de su vida. Y por este Sí, hace un acto de suprema libertad, pues deposita su realización personal en la adhesión más profunda al designio de Dios. Liberada de sí misma acepta activamente aquello que la lleva a ser totalmente ella. Libremente acepta hacer la experiencia más completa que pueda darse en una criatura humana: la de la Trinidad Santa de Dios: La elección del Padre, el Espíritu Santo que al cubrirla con su sombra la hace grávida de Dios y el Hijo que se encarna en sus entrañas, siendo parte de ella misma. El Sí que está en este principio consagrador lo mantendrá siempre, hasta el fin.

La descubrimos también en la Visitación, en el Magnificat ( Lc 1,39-56) La vemos aquí valiente, atrevida, decidida. Ha de escuchar nuevamente palabras extremadamente elogiosas sobre lo que no sabe ni cómo entender, “bendita tú porque has creído…” a lo que María responde con algo muy atrevido: El Magníficat. Es el salmo 131 que María hace suyo. María, al apropiarse este salmo, muestra una fe llena de vigor. Con él proclama la expresión apasionada de la preferencia de Dios por lo pobre y lo humilde de este mundo. Es un clamor de esperanza en la transformación de este mundo. ¿Anticipo del Reino de Dios ya comenzado en la fecundidad de su vientre? También en el Magníficat tiene ella una percepción de sí misma misteriosamente lúcida. Ella, la pequeña, tan pobre que es mujer, se reconoce a sí misma como receptora de las maravillas de Dios. Se descubre a sí misma llena de alegría, rebosante de gozo y de acción de gracias por la acción de Dios en ella. Este Dios liberador. El Magníficat, y no solamente el Sí, es una de las expresiones más significativas de las experiencias que María tuvo del amor misericordioso de Dios y de la fuerza imparable de ese amor.

Más adelante nos muestran el Silencio de María, “ella guardaba todas esas cosas en su corazón” (Lc 2,51). Esto nos deja descubrir que, para ella, la oración en soledad y silencio era el “lugar” de la confirmación del Sí inicial. Quizás no entendía aún, pero el abandono confiado en los designios de Dios nos la muestra como la personificación de la fe pura y desnuda. Nos hace pensar que la santidad de María está hecha de inocencia: ausencia de mal y de pecado. Inocencia por don de Dios, que le confiere libertad y capacidad para adecuar la propia vida al proyecto de Dios. Inocencia que preside toda su vida y que la lleva a poder hacer lo más difícil: la síntesis entre su dimensión virginal/esponsal/maternal. Es impresionante la peripecia vital que realiza María: La consagración a Dios, el esposo José, el Hijo Jesús, llenando su vida al completo. El evangelio de Mateo la presenta en el silencio del conflicto con José, cuando éste la sabe embarazada y piensa en repudiarla (1,18-25); la vemos en el silencio de la huída hacia Egipto (Mt 2,13-15) y en la pérdida de Jesús niño (Lc 2,41ss). “Guardaba todas esas cosa en su corazón”.

El evangelio de Juan nos la muestra en las bodas de Caná (2,1-12), texto de anticipación de la misión de Jesús, que nos deja descubrir a María con otro de sus rasgos más firmes: la libertad con la que vive su relación con el hijo. La realidad que ella vivió fue durísima. En su vida todo fue muy difícil, aún dentro de la máxima diafanidad. En medio de todo, ella mantenía el Sí inicial. Podemos verla cómo vive con esperanza el hecho de que la vida fluya en dirección imprevisible. Lo asume con gran madurez humana y con enorme profundidad espiritual. Deja ir al hijo, primero hacia la predicación, luego hacia la muerte. No es una madre posesiva, celosamente replegada sobre el hijo. Llegará un momento, al final, en que la veremos como una mujer que da a su maternidad dimensiones universales y que mantiene su vida abierta a lo que es radicalmente nuevo, en el definitivo nacimiento de la resurrección.

Por último, en los Hechos de los Apóstoles, en la narración de Pentecostés (1,12 ss), descubrimos a María junto a los discípulos, ellos y ellas, iniciando la gran aventura de la evangelización. Desde estos textos podemos pensar que entonces ella comenzó a derramar sobre la Iglesia naciente los tesoros que había estado guardando en la intimidad de su corazón. Podemos descubrir cómo, con toda probabilidad, fue ella quien dio el testimonio vivo del nacimiento y de la infancia de Jesús; ella, que formaba parte de Jesús. Hay muchas cosas que ni los apóstoles, ni las mujeres discípulas habrían podido atestiguar. Sólo la madre, que había engendrado y criado al hijo, podía revelar.

La llena de gracia se convierte definitivamente en paradigma para todos los creyentes.

Por Manuela Pedra