Ya tenía María aquella edad que su pueblo consideraba la de una anciana. ¡Había caminado tanto, amado tanto! Y sufrido hasta el límite de sus fuerzas, al acompañar a su Hijo que se entregaba, en medio de la incomprensión, por Amor. ¡Qué indescriptible dolor el de esa mujer!

foto_siAhí mismo, en la cruz, es Jesús quien la llama a una nueva tarea: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn. 19,26b). Le encomienda a Juan, y en él, a la pequeña comunidad de sus amigos. Jesús sigue amando hasta el extremo y da lo más valioso que le queda: su propia madre, para que lo sea una vez más: Madre de la Iglesia.

María, dolorida, fatigada, anciana, reafirma su Sí para una nueva etapa. Reemprende la marcha. Con fe intrépida, con esperanza clara, en el momento en que, muerto su Hijo, todo era oscuridad. Por pura libertad y amor, acepta de nuevo.

Esta esperanza se ve colmada en la inmensa alegría de ver a Jesús resucitado. Y se verá del todo plenificada en Pentecostés, más allá de toda posible imaginación humana.

María, fiel siempre, es en su vejez otra vez co-medianera en ese momento del Espíritu Santo para los discípulos y para la Iglesia toda. Es una mujer fuerte, siempre fecunda, siempre virginal, siempre dispuesta a seguir adelante.

No miremos a María como un ser perfecto y lejano. Es una persona humana, Inmaculada, sí, pero que con todos los límites propios de ser criatura. Imitando a su Hijo, se dejó llevar siempre por la iniciativa de Dios Padre. Llena de amor, en su nueva maternidad espiritual, es el mejor ejemplo de cómo Dios obra maravillas en quienes le dicen Sí.

Por Leticia Soberón
(México)