El mes de noviembre la comunidad de creyentes conmemoramos a los fieles difuntos. Aquellas personas que han muerto al mundo físico y que nos acompañan desde la Casa del Padre. Por extensión, también es una fiesta que celebran en estas fechas las culturas que han estado influidas por el cristianismo. Aunque la creencia en la vida más allá de la muerte física no es exclusiva de una sola confesión religiosa, sino una esperanza compartida por buena parte de la humanidad.

Al respecto, quisiera recordar el pasaje del evangelio de Juan donde nos dice que Jesús se nos presenta como Camino, Verdad y Vida. En este pasaje Jesús invita a sus discípulos, y con ellos a nosotros, a creer y nos pide que serenemos nuestro corazón. La serenidad nos lleva a creer de una forma madura, templada. Creer es ver con los ojos de la fe.

Para continuar con su enseñanza sobre la vida más allá de nuestros sentidos corporales, Jesús utiliza la imagen de una casa con muchas estancias (Él fue constructor). En esta casa cabemos todas y todos, hay espacio para todo el que quiera creer. Y a continuación Tomás, el discípulo que se caracteriza por dudar, pregunta a Jesús qué camino se ha de seguir para llegar a ese lugar, a la Casa del Padre.

Jesús abre su corazón ante los discípulos y les dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida.

Si Jesús se ofrece “camino”, quiere decir que nos invita a transitar por Él, a entrar en Él y confiar. Este camino es una relación de Tú a tú con Él, la cual se va cultivando y va madurando durante toda la vida. Un camino que a veces podemos extraviar, pero que podemos re-encontrar en nuestro interior y en las personas que nos rodean.

Jesús también se ofrece “verdad”. Una verdad que se va descubirendo en la medida que la experimentamos, que la hacemos carne de nuestra carne. Que la respiramos y saboreamos. Una verdad que se vive en el contacto con los demás. El Reino de Dios es relacional, es fraternidad, es inclusión de aquello que amo y aquello que me cuesta entender y amar, pero que forma parte de mi realidad.

Jesús concluye diciendo “soy la vida”. ¡Qué afirmación y qué entrega tan radical de sí mismo! Cuando amamos a alguien con todo nuestro ser, somos capaces de ser “la vida” para aquella persona. Pues Jesús ofrece su vida. No como víctima, sino como aquel amigo sobre el cual podemos “recostarnos”, en el cual podemos reflejarnos, en quien podemos encontrarnos cuando estamos perdidos. Con Él podemos ser nosotros y nosotras mismas.

La muerte nos acompaña desde que comenzamos a vivir. La contenemos en todo nuestro ser. Pues, “la vida en el Padre” también nos acompaña desde que comenzamos a existir y podemos experimentarla siempre. Dios no es pasado ni promesa de futuro. Dios es presente continuo.

Texto: Javier Bustamante

 


 

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